Jamás ha hablado nadie como ese hombre”. Así de pasmados andaban los guardias del templo. Estaban sorprendidos de que las palabras de Jesús no fueran el discurso barato de un vendedor de humo. En el siglo XX ocurrió un fenómeno del que todavía vivimos las consecuencias: la revolución de las masas, y con ella los grandes discursos que en virtud de los medios de comunicación podían estar en boca de todos con una inusitada inmediatez. El presidente de los EEUU, además de dirigirse a la Cámara de Representantes, podía entrar sin presentaciones en el cuarto de estar de un oficinista de Iowa. Y llegó la publicidad de masas y también los grandes discursos de ventas. Y dando una gran zancada llegamos a nuestros días, un tiempo en el que se premia “el relato”. Toda la realidad se nos vende como un relato bien construido, ajeno a la verdad o falsedad de su propuesta, porque sólo importa que funcione. Los guardias del templo de Jerusalén habían oído mil veces a los sacerdotes usando su verbo para explicar la Escritura Santa a los judíos de a pie. Pero este hombre que venía de Nazareth, hablaba como si la Escritura fuera una porción de su propia vida. No comentaba ni interpretaba la Escritura, se presentaba como lo haría el autor de su propia novela. Eso pasa cuando contamos una experiencia personal, metemos mucho fuego en las palabras porque en ellas rememoramos quiénes somos.

Siempre intento leer algo de poesía antes de que se acabe el día. La palabra poética quiere atraer al lector hacia una verdad más profunda de lo que aparece ante la mirada distraída. Por ejemplo, tengo entre manos unos versos del “Poema del cante jondo” de Lorca, la famosa “Baladilla de los tres ríos”, donde se nos cuenta la monumental diferencia entre el Guadalquivir y los ríos chicos de Granada: “Guadalquivir, alta torre/ y viento en los naranjales./ Dauro y Genil, torrecillas muertas sobre los estanques”. Es una mirada que hace justicia a lo que ve cualquier espectador sin saber su nombre exacto, por eso hay que dejárselo a Lorca. En la carrera del Dauro (Darro) parece que el río se muere literalmente en unas pozas de agua, es un río detenido. En cambio, el Guadalquivir es agua abierta, amplia y luminosa. El Señor no quería embelesar a su audiencia con hechizos de palabras para llevarles a una verdad poética (aunque hay tanta poesía en el Señor… ay), quería arrastrar los corazones a un estado de reflexión y ternura hacia su propia persona. Ejemplos los tenemos en las lecturas del Evangelio de los últimos domingos: la samaritana y el ciego a quien el Señor unta los ojos de barro…

Con cuanto cariño deberíamos guardar las palabras del Señor. Y digo guardar, que a veces hacen mucho más bien en el trabajo personal de la oración que echándolas al viento. Las cosas sagradas las llevamos en el corazón y las rumiamos con frecuencia, porque nos recuerdan al enamorado. Por cierto, qué impresionante la homilía de ayer del Papa antes de la Bendición Urbi et Orbi. Qué ternura en la explicación del texto de la tempestad calmada, cuando el Señor espera que los suyos se decidan por Él y dejen su propio afán. Todas las palabras de Cristo son nuestras, Él deja que tomemos posesión de cada una de ellas y llegar por ellas a su presencia… y allí quedarnos.