Encontramos hoy una contraposición entre los fariseos que quieren acabar con Jesús y la actitud del Señor que cumple la profecía de Isaías: “La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará”. Jesucristo no ha venido a destruir sino a restaurar. Su deseo es salvar a los hombres y para ello se dirige a cada uno de nosotros y nos acoge en nuestra realidad, sin importar lo estropeados que estemos, porque viene a traernos la salvación.

En muchas ocasiones me he sorprendido en la tentación de abandonarlo todo por no encontrar las cosas como me gustaría o he soñado en lo bueno que sería poder comenzar de cero. Cuando cunde el desánimo hay que mirar a Jesús, que no actúa de esa manera. Muchas parábolas del evangelio nos hablan de la paciencia de Dios con nosotros. No sólo las que hablan del lento desenvolverse de la semilla que fructifica cuando parece que no está, sino también, por ejemplo, la de los viñadores homicidas, que antes deser castigados son avisados en diversas ocasiones.

Los fariseos intentan acabar con Jesús y éste se retira. Sin embargo, en ese apartarse momentáneo de sus enemigos, no deja de ejercer la misericordia. Porque el rechazo que recibe no apaga el amor de su corazón. En una muestra más de la mansedumbre de su corazón, el Señor se retira, y haciendo uso de su misericordia cura a los que se le acercan. Y así se ve de nuevo como responde al mal con abundancia de bien. Elige ese camino que en su providencia ha diseñado y que le conducirá finalmente al Calvario para triunfar con su resurrección tras el suplicio de la Cruz.

En su retirarse Jesús no deja de obrar el bien. Ciertamente muchas veces no alcanzamos a comprender los caminos de Dios, pero Él sigue curando a todos los que se le acercan y sigue ofreciendo una posibilidad donde la caña aún no se ha roto del todo o la mecha todavía sigue caliente.

Desde la esperanza que se enciende en nosotros al comprobar el proceder de Jesús también aprendemos a ser más cuidadosos con quienes nos rodean. No hay que destruir nada. Al contrario, debemos aprender a fijarnos en todo lo bueno, lo que hay en la Iglesia, en nuestro mundo, en cada una de las personas que nos rodean. Ese bien, tantas veces afeado por su falta de perfección o por otras razones, está llamado a alcanzar una plenitud: la que ofrece Jesucristo.