Miércoles 22-7-2020, santa María Magdalena (Jn 20, 1.11-18)

«El primer día de la semana, María Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro». La historia había terminado de golpe. Todas las esperanzas, ilusiones, expectativas… habían quedado truncadas. Lo que parecía la venida del Mesías se había detenido en seco. Los discípulos de Cristo habían quedado como muertos, muertos como su Maestro y Señor que colgaba, desnudo y humillado, condenado en una Cruz. Ni siquiera le habían podido dar una digna sepultura. Como el Sabbat se acercaba, tuvieron que envolver a Jesús en una sábana a toda prisa para colocarle en un sepulcro cercano. No dio tiempo para aromas, perfumes, lienzos… Al rodar la piedra quedaron enterrados todos los sueños de aquellos primeros discípulos. Todo había acabado… Pero no para todos. María Magdalena, que contemplaba cómo introducían a Jesús en su sepultura, esperaba. Mientras todos se volvían cabizbajos, ella mantenía una llama en su interior. Porque un corazón que ama nunca pierde la esperanza. Por eso, es ella la primera que, en cuanto lo permite la ley judía, se dirige al sepulcro. Al amanecer, estando aún oscuro. Un corazón que ama tiene prisa. No puede perder un minuto. Le esperaba el amor de su vida, y ella tenía que acudir a su encuentro.

«”Mujer, ¿por qué lloras?” Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”». Siglos antes de aquel día que cambió la historia, el autor del Cantar de los Cantares había relatado con hermosas palabras esta misma búsqueda desesperada que emprende la amada de su amado: «Mi amado se había marchado. ¡El alma se me fue tras él! Lo busqué y no lo encontré, lo llamé y no me respondió. Me encontraron los centinelas, que hacen la ronda por la ciudad; los centinelas de las murallas. Os conjuro, muchachas de Jerusalén, si encontráis a mi amado, ¿qué habéis de decirle? Que he sido herida de amor» (Ct 5,6-8). María Magdalena, ciertamente, estaba herida de amor. Por eso buscó al amor de su alma. Un corazón que ama nunca se queda quieto. El enamorado, como la Magdalena, busca, corre, pregunta, llora, enloquece… tras el amor. Como dirá más adelante el texto sagrado: «Yo soy para mi amado y mi amado es para mí» (Ct 6,3).

«Jesús le dice: “¡María!” Ella se vuelve y le dice: “¡Rabboní!”». Volvamos a escuchar a la amada del Cantar: «En mi lecho, por la noche, buscaba al amor de mi alma; lo buscaba, y no lo encontraba. Me levantaré y rondaré por la ciudad, por las calles y las plazas, buscaré al amor de mi alma. Lo busqué y no lo encontré. Me encontraron los centinelas que hacen la ronda por la ciudad: “¿Habéis visto al amor de mi alma?”. En cuanto los hube pasado, encontré al amor de mi alma. Lo abracé y no lo solté» (Ct 3,1-4). María Magdalena, entre lágrimas, encontró al amor de su alma. Ella fue la primera que vio a Cristo, vivo y resucitado. Ella fue la primera que lo anunció a los apóstoles. Pidámosle hoy a ella que nosotros también, con corazón ardiente, busquemos a Cristo, encontremos a Cristo, amemos a Cristo.