La corrección fraterna que nos propone Jesús en el Evangelio de hoy es una de esas prácticas cristianas que más nos cuestan vivir. De esto pocas dudas podemos tener todos. Nos cuesta horrores corregir a los demás, casi tanto como el hecho de que hagan lo propio con nosotros en materias en las que no creemos que debamos ser reprendidos. Sin embargo, es uno de las caminos más rectos para ir al Cielo, pues, como dice la Escritura, la conversión de un pecador alegra al Cielo entero. ¡Qué maravilla, ¿verdad?!
El problema son los respetos humanos o un mal entendido sentido de la libertad. Parece que, mientras no hagamos daño al prójimo, no cometemos mal alguno. ¡Cuántas veces nos hemos podido sorprender diciendo que apenas hemos cometido pecados simplemente porque no hemos ofendido a otras personas! Pero nos olvidamos de que, si el pecado es una falta de amor, muchas veces pecamos más contra nosotros mismos y directamente contra Dios que contra el prójimo. Por eso debemos aceptar la corrección y atrevernos a corregir a los demás por temas tan importantes como la falta de oración, una vida algo lasciva, el desorden propio, etc.
Es cierto que debemos mirar la viga en el ojo propio y que hemos de arrebatarla antes de quitar la paja del ojo ajeno. Pero, por eso mismo precisamente, el trabajo consiste en que, toda vez hayamos detectado un pecado en el hermano, lo pongamos inmediatamente en presencia del Señor y preguntarle directamente si conviene corregirle o no. Y, siempre, intercediendo por esa persona y reconociendo que los primeros pecadores somos nosotros mismos. Una corrección fraterna sin previa oración no es aquello de lo que Jesús habla. Es otra cosa… y generalmente es soberbia de quien corrige.
Hemos de pedirle al Señor la valentía para corregir a los demás con la caridad propia del cristiano. El coraje del que tantas veces nos habla el papa Francisco. Y, por favor, la corrección implica intimidad: se hace a solas, como Jesús nos ha dicho. Y, a ser posible, puede ser en un contexto religioso, delante de un sagrario incluso. Quien hace esto se acerca al Cielo. No podemos tener la menor duda, pues la alegría del corazón de Cristo es un precioso pasaporte al Cielo. Perdamos el miedo y ayudemos a los demás a vivir el amor de Dios con la práctica de la corrección fraterna. ¡Ánimo!