Siempre me impresionó esta frase de Paul Claudel: “Dios, en Cristo, no ha venido a explicar el sufrimiento, sino a llenarlo con su presencia”. Estas palabras son para mí un bálsamo, una caricia, pero también una llamada a la conversión. Todos tenemos experiencia de no poder consolar a alguien que llora por la muerte de un ser querido o de no poder responder a la temible pregunta: ¿por qué siendo Dios bueno ha permitido que pasase esta desgracia?

Me ayuda la reflexión de C. S. Lewis: “El dolor insiste en ser atendido. Dios nos susurra en nuestros placeres, nos habla en nuestra conciencia, pero grita en nuestro dolor; el dolor es su megáfono para despertar a un mundo sordo.” Parece dar a entender que la vida es más vida cuando uno atiende y responde al dolor propio y ajeno, no cuando lo intenta eludir a cualquier precio. Ciertamente, el cristianismo no viene a responder a la pregunta por el sentido del dolor sino precisamente a formularla. En un mundo sin sentido, el que describe el ateísmo, carecería de toda lógica preguntarse por el sentido.

Todas estas consideraciones y otras muchas más me vienen a la cabeza al meditar el evangelio de hoy, quizá por el temor a reconocer en la crítica que Jesús hace a los fariseos de su tiempo algo que se me puede imputar hoy a mí, sacerdote en el 2020.

Quizás, de todas las cosas que dice Jesús me interpela sobre todo la segunda de sus sentencias: “Atan cargas pesadas y las echan a las espaldas de la gente, pero ellos ni con el dedo quieren ayudar a empujar”. Cuando precisamente Jesús hace todo lo contrario: “Venid a mí los cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mi yugo y aprended de mí que soy manso y humilde de corazón y encontraréis vuestro descanso. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera”. Jesús ha venido a liberar no a hacer más pesada nuestra vida, ha venido a “arrimar el hombro” cargando con nuestras cruces a las que ha convertido en parte de la suya, ha venido a ser literalmente el “cónyuge” del Cireneo que somos todos cuando aceptamos llevar la cruz para liberar de su peso al que camina a nuestro lado.

Por eso resulta tan terrible y cruel la actitud del que además de no mover un dedo para ayudar, no contento con eso se dedica a hacer aún más insoportable la vida al otro a través de una enseñanza que resulta opresora o un adoctrinamiento que es solo ideología porque no se aprende en los hechos, sino que se intenta hacer entender en meras teorías. ¡Cuánto hay de esto aún en mi enseñanza y en mi predicación! Me niego a acusar a la Iglesia como si fuera ajena a mí o como si yo no fuera responsable de afearla con mis pecados.

“Ellos no hacen lo que dicen”. La ley del embudo: para mí lo ancho, y para ti lo agudo; es decir los maestros de la ley no aplican el mismo rasero a la hora de juzgar ciertas situaciones o comportamientos. Son intolerantes con los otros y completamente indulgentes consigo mismos. Son buenos predicadores, pero son teóricos. Su enseñanza es válida, aunque no actúen como testigos porque no lo muestran con su vida. Saben lo que se tendría que hacer, pero no lo hacen, y así en vez de descargar del peso a los demás se convierten en una carga adicional para los que les rodean.

Les gustan los reconocimientos, los aplausos, que se les apruebe públicamente y gozar de buena imagen y mejor fama, aunque todo eso a veces solo sea “chapa y pintura” porque en realidad el exterior no se corresponda con un interior que nadie puede imaginar. También les gusta los títulos de honor, las etiquetas que les aúpan por encima de la masa mediocre…

Jesús ha escogido en su encarnación el camino opuesto, exactamente el contrario. Porque “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, y así, actuando como un hombre cualquiera se rebajó hasta la muerte” (Flp 2, 6-9). Y a todos los que le siguen les invita a hacer la misma elección y hacer el mismo abajamiento. “El que quiera ser el primero que se haga el último y el que quiera ser el más importante que se haga el servidor de todos” como el hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y dar su vida en rescate por todos.

Esta es la verdadera autoridad y por eso Jesús arrastra a las masas con su ejemplo que hace inteligible sus palabras. Y, a veces incluso, sin palabras porque son las obras las que hablan. Así el que había invitado a quienes quisieran seguirlo a cargar con su cruz de cada día, es el primero que carga en silencio su cruz y riega de su amor con su corazón – convertido en una fuente – el camino haciéndolo transitable. Allí donde nadie podía entrar, nuestro sufrimiento, donde podíamos pensar que se encontraba lo más personal e intransferible, nuestro dolor, ha entrado Jesús y lo ha llenado con su presencia. Este sí que es un “pastor bueno” que no sólo no abandona al rebaño cuando llega el lobo dispuesto a hacer estrago, sino que “cuando atravieso cañadas oscuras, nada temo; su vara y su cayado me sosiegan”.

No es el momento de disertar sobre el sentido de esta terrible pandemia que nos hiere sin misericordia y, mucho menos si vamos a hacerlo desde nuestra poltrona donde estamos tan confortablemente acomodados. Es hora de estar cerca del que sufre. No hacen falta tantas palabras. Es mejor que hable solo el amor.

Pedidle esta gracia para todos los sacerdotes de la Iglesia: que no seamos una pandilla de hipócritas, sino que por el contrario, seducidos por el amor y la misericordia del Buen Pastor seamos sus amigos del alma, o mejor dicho aún, los amigos de su Corazón. Pedídselo por intercesión de María, la humilde sierva y madre de misericordia.