Me llama la atención la inquebrantable voluntad de salvación de Dios, nuestro Padre. Es una santa obstinación: que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (cf. 1 Tim 2, 3-4). Ese es el plan y no hay otro, un segundo plan, alternativo. Por eso no de da por vencido ni a la segunda, ni a la tercera… no se da nunca por vencido. Esto me consuela respecto de la victoria final del bien sobre el mal, de la vida sobre la muerte, en definitiva, de Cristo sobre todos sus enemigos. Pero me inquieta a la vez respecto de aquellos que tan obstinadamente como Dios se empeñan en rechazarlo: “os digo que ninguno de aquellos convidados probará mi banquete”.

El pobre criado de la parábola no podía salir de su asombro. Los convidados no solo rechazaban la invitación, cosa ya de suyo increíble e inexplicable, sino que además ponían unas excusas a cuál más ridícula. Para decir eso casi mejor no haber dicho nada. Probablemente el problema que tienen los convidados al banquete para aceptar con alegría y agradecimiento la invitación reside en no ser capaces de entender la gratuidad de la invitación. Por aquello de que “piensa el ladrón que todos son de su condición” seguramente se preguntarían qué es lo que esperaba el otro a cambio, ¿tendrían que corresponder devolviendo la invitación en el futuro? ¿tendrían que comprar algún regalo? ¿estarían intentando conseguir algún favor y de ahí nacía la necesidad de invitarles al banquete? Explicaciones todas que ponen de manifiesto la mezquindad de su corazón, incapaz de recibir sin más un regalo gratuito como expresión de un amor sincero. No tenían ningún interés por disfrutar de una fiesta en la que ellos no tuvieran la exclusiva del protagonismo, ni por conocer o compartir con otros, ni mucho menos por celebrar la alegría de los demás. Solo les interesaban sus propios intereses. Estaban demasiado ocupados en asuntos de máxima urgencia. Como aquel que estaba entretenido pensando en como asegurarse un futuro feliz y una próspera jubilación derribando sus graneros y levantando unos mayores para almacenar su cosecha, sin saber que esa misma noche le reclamarían la vida.

El primer convidado alega tener que ir a ver un campo que acaba de comprar, ¡como si se fuera a ir el campo por ir a verlo unos días más tarde! No sé si se trataba de darse importancia ante los otros aprovechando la ocasión para notificar esa noticia o lo que es peor, es que necesitaba regodearse en la contemplación de sus nuevos dominios. Es la imagen del que se apacigua a sí mismo con el control permanente de la cuenta de resultados de su empresa o al comprobar el saldo de sus cuentas bancarias o las ganancias de sus inversiones; necesita sentirse un poco más poderoso, se llena de vanidad, de orgullo, hambrea el poder, y prefiere eso antes que ir a sentarse al banquete como uno más.

El segundo convidado tiene que probar las cinco yuntas de bueyes, él mismo en persona y además sin tiempo que perder. De nuevo la excusa barata del que no ve nada rentable en acudir a la fiesta de otro. Quizá si supiera que iban a acudir otras personas importantes con las que podría llegar a algún acuerdo comercial, firmar alguna compra – venta interesante, entonces no habría habido excusas. Pero sin nada que ganar… “nadie regala nada” – se diría.

El tercer convidado es aún más patético, porque no sabemos si culpa a su recién casada mujer, lo cual es ya un argumento muy viejo, de nuestro primer Adán, o si es que en el colmo de su sentimiento de propiedad exacerbado simplemente no quería que nadie viera a su esposa, nadie que no fuera él, cosa que es todavía peor, probablemente. Es el infantil sentimiento de complacencia y de exclusividad, de querer el cariño para él solo: el egoísmo. En esta incapacidad para compartir una fiesta se esconde algo más dramático aún: ¡no tiene experiencia de la fiesta, no sabe lo que es porque nunca ha disfrutado ninguna!

“Cuando se ofrece tanto, sospecha hasta el santo”, dice el refrán. Es decir, la invitación es tan maravillosa que la rechazamos porque nos da miedo pensar en una felicidad tan grande, preferimos lo menos a lo más porque lo vemos asequible a nuestras fuerzas. Y si Dios nos ofrece su perdón y una vida nueva somos capaces de rechazar la invitación porque estamos más seguros en nuestros pecados, en nuestras limitaciones, en nuestro propio querer e interés.

Se trata justamente de lo contrario, aquí la única condición para entrar en la fiesta es saberse uno gratuitamente invitado. ¿Cuánto cuesta la entrada a este banquete? ¿qué “etiqueta” tenemos que vestir? Pues precisamente es ser pequeño, ser pobre, ser pecador, estar enfermo, desvalido… Así te dejan entrar, esa es la entrada: estar necesitado de la misericordia de Dios ya sea en el cuerpo o en el alma, tener el corazón roto, necesitado de amor y sanación.

Para la segunda invitación no valían las excusas ni el no como respuesta: “tráetelos”. Pero no contento con el resultado de la operación y al constatar que todavía quedaba sitio. A la tercera, el hombre volvió a mandar a su criado insistir hasta que se llenara la casa… ciertamente: “¡Dichoso el que coma en el banquete del reino de Dios!”.