Todavía quedan leprosos en el mundo, están más localizados y son menos, además su enfermedad ya no supone el espanto de hace dos mil años. Tuve la oportunidad de conocer algunos centros de atención a leprosos en un par de viajes a China y la India. Por supuesto, eran comunidades religiosas católicas las que estaban al frente de los lazaretos, ¿quién si no? En China, al gobierno le interesan muy poco las políticas sociales si no suponen un medio de propaganda política, como pude comprobar en mis conversaciones con los misioneros. La lepra se cura en la actualidad gracias a una combinación de fármacos, vale, pero como deja secuelas psicológicas profundas en el enfermo, sólo el desinterés de alguien que viva desinteresadamente puede sanarla de raíz. Y ahí esta siempre la acción de la Iglesia, que se sitúa donde el Señor se situó durante su presencia en carne mortal entre nosotros: con los que más padecen.

A veces no somos sensibles a los dolores ajenos que pasan inadvertidos, estamos atentos a los signos exteriores que los demás nos ofrecen, al dolor que se ve, pero desconocemos el peso de una herida profunda. Es decir, nos gusta ver los signos exteriores, porque nos sitúan a la hora de saber cómo comportarnos. Vemos la escayola, vemos la respiración inquieta del anciano, vemos la tez amarillenta del hepático, vemos la parálisis del joven con hemiplejia… todo eso mueve nuestra ternura, pero no nos inquieta tanto como el lamento interior de quien guarda un dolor que no se ve. Leo estos días los diarios de una escritora cuyo padre la abandonó a los once años, pobrecita mía, su vida entera fue una pérdida de conciencia del arraigo de un amor de proximidad. Si lo más próximo que tiene un niño es la mano de su padre y esa mano se pierde para siempre, sólo queda un vivir errante en la búsqueda de una mano verdadera que pueda dar una seguridad incondicional.

Cuántos dolores interiores permanecen escondidos y aguardan ser curados. El escritor John Updike padeció toda su vida psoriasis, esa enfermedad de la piel que afecta a la persona entera. Por eso él mismo dice en sus Memorias que se casó joven, porque habiendo conocido una mujer que “me perdonaba el aspecto mi piel, no me atrevía a perderla y buscar a otra. También tuve hijos muy pronto, porque quería rodearme de gente que no tuviera psoriasis”. Por eso el Señor se acerca a los leprosos, no sólo quiere estar en contacto con las pústulas y el mal olor, sino que sabe de la desintegración moral que corroe al enfermo por dentro. La curación de los leprosos es la gran esperanza del ser humano sobre la tierra, Dios quiere que el hombre se salve integralmente, que su alma y su cuerpo se limpien de todo acceso de dolor que produzca la inquietud de querer arrojarlo todo por la borda.