Cuando el botánico cuenta la característica del abrojo dice que es una herbácea de hábitos rastreros, es decir, que si de la planta ilustre lo propio es el crecer y oxigenarse en vertical, al abrojo le gusta extenderse a ras de suelo. A pesar de sus púas de animal antipático, no es feo el abrojo, le sobreviene una flor de pétalo amarillo que le hace distinguirse de otras especies más pavisosas. Sin embargo sofoca cuanto cubre, no deja crecer la semilla. La sombra del abrojo es tóxica, la suya no es una presencia fértil. En vez de animar al crecimiento provoca invalidez. Al abrojo lo hemos visto un millón de veces, especialmente en lugares incómodos, allí donde ha habido una obra de la construcción o se abandonó un cultivo.

Algo así de feo, porque nadie planta deliberadamente un abrojo en su huerto, asocia el Señor a los afanes de la vida, la seducción de las riquezas y al deseo de todo lo demás. ¿Por qué somos tan ciegos y no rechazamos de raíz el abrojo? El juego fatuo de las seducciones y las riquezas deberían escandalizar al alma sensible, pero no ocurre así, nos tira el abrojo, por eso nos convertimos al final en una calamidad. Igual que el botánico sabe de las características de esta herbácea, así el ser humano debería tener un conocimiento claro y distinto de la inanidad de las seducciones del mundo, van con su flor amarilla por delante, pero llevan el tallo cargado de púas.

Me hace gracia que el Señor termine la explicación de la parábola hablando “del deseo de todo los demás”, como si metiera en el mismo saco a todos los deseos vacuos. Es como si nos advirtiera “no os perdáis en minucias, no pesan los bienes tras los cuales vuestros deseos se desviven, sólo generan una inmensa apariencia”. La apariencia, hasta la palabra está vacía de sí misma. Joseph Ratzinger dedicó precisamente a la apariencia una intervención durante unos ejercicios espirituales para sacerdotes en el verano del año 1986, “cada hombre se crea una imagen de sí mismo, una apariencia, mediante la cual quiere afirmarse ante la opinión de los demás. Se nos juzga según esa opinión y el hombre se vuelve esclavo de la apariencia. En sus actos ya no se orienta según la realidad, sino según las presumibles reacciones de los otros”. Exactamente así pasa cuando uno se alimenta de los deseos del mundo, gana en apariencia pero pierde en verdad.

Al igual que el adolescente perdido entre las mil atracciones de su móvil, termina por vivir en estado de dispersión porque nada consigue atar su atención, así le ocurre a quien va detrás de las flores amarillas de los abrojos. Qué poco cuidamos nuestra semilla, y no es mucho lo que el Señor nos pide, “escuchar la palabra, y aceptarla”, es decir, un tiempo de oración con las palabras del Señor y una pequeña disposición para acogerla. Con sinceridad, ¿cuesta tanto?