Soy muy partidario de las cosas ocultas, las que nadie ve, donde nadie pone firma y no hay ocasión para que el narcisismo se pavonee. Me refiero a las cosas escondidas que tienen luz propia, como el vaso de agua que das a un enfermo para que se trague la pastilla; te acercas al aseo de la habitación, dejas correr el agua para que no salga tibia y se lo pasas al enfermo, que ni siquiera te los agradece. Algo aparentemente no clasificable como acto heroico. O el momento en que el compositor Gustav Mahler se dio cuenta de que la barandilla del mirador estaba fría y, al notar que su mujer iba en manga corta, puso encima su brazo para que ella no sintiera el cambio brusco de temperatura. Allí no había oyentes ni testigos, nadie pudo advertirlo, sólo ella.

Cuando se termina la construcción de un templo normalmente aparece en la fachada principal una placa grisácea que deja constancia de todos aquellos que a su manera tuvieron que ver con el resultado final de la obra: el arquitecto, el aparejador, el párroco, el concejal del distrito. Sin embargo, no sé por qué, resulta mucho más heroica la epopeya escondida del artista del siglo XII que trabajó con denuedo en la madera del banco de la nave central del templo, y ha dejado allí sólo constancia de su oficio, porque la madera está tallada en un lugar donde apenas nadie va a echar un ojo. El artista lo hacía sólo por el lujo de estar en la presencia de Dios. Allí no hay firma, no queda más constancia para la historia que la de un trabajo hecho con amor y pericia.

Lo mismo ocurre cuando paseas por Central Park, si es que alguna vez volverás a hacerlo con el permiso de la pandemia. Cada banco del parque lleva un letrero con un nombre escrito, el nombre y apellidos de quienes lo han “adoptado” haciendo una contribución a un fondo de mantenimiento del parque. Forma parte de un programa del Ayuntamiento de Nueva York que salió a la luz en el año 1986 y tuvo mucho éxito. Allí han permanecido de forma indeleble las firmas de muchos filántropos, Meridith Aderson, Joe Lovano, Arthur Cavanagh, Mr and Ms Bronson… Imagino que el paso del tiempo habrá propiciado muchas conversaciones de los “padres adoptivos” con sus nietos, “mira, Anthony, este banco lo compré yo, ¿ves?, ahí está el nombre de tu abuelo”. Sin embargo hay otros letreros que guardan celosamente el secreto: “en este banco, V.L. propuso matrimonio un día a H.R.H.”. Y justo en el banco de al lado, “… y ella algún día dijo sí”. Sigo sin saber por qué, pero no sólo hay más elegancia en este silencio, sino una carga viral de humanidad mucho mayor.

El Señor es un apasionado de los trabajos escondidos. Él sabe mucho de esos silencios, porque mantuvo el suyo durante treinta años en un taller de comarca, y el único letrero que se ganó en este mundo fue el que pendía de la cruz. Pero en ese silencio hubo mas luz que en un mediodía de agosto.