Una de las cosas que más procura esquivar el ser humano, si le dejan, es la posibilidad de tener que elegir. Parece que nos sentara mal. Preferiríamos no tener que hacerlo, porque el que elige se compromete, y nos gustaría andar más desamarrados, como el que no da cuentas de los actos ante nadie. Pero elegir es condición ineludible de nuestra libertad. Por decirlo de una forma filosófica, no podemos no elegir. No es ninguna nadería que los recién casados remiren bien el piso que van a alquilar para los primeros años de matrimonio. Cada centímetro cuadrado de esa casa va a quedarse con porciones de los primeros pasos de su vida en común.

El escritor, ante el folio en blanco, tiene que superar esa congoja del abismo de la nada y empezar arrojar las primeras palabras, porque si no hay palabras no hay novela. No es lo mismo que Caravaggio hubiera elegido realizar su ciclo de pinturas sobre San Mateo, a que no le hubieran venido ni la inspiración ni las ganas. Nos habríamos quedado sin la posibilidad de rezar delante de su obra porque, entre nosotros, ese ciclo es para rezarlo. De hecho te sugiero que cuando termine la pandemia y sus cierres perimetrales, y si tienes un puñaíto de euros ahorrados, te vayas a Roma y entres en la capilla Contarelli de la iglesia de san Luis de los Franceses. Y ya me dices si es difícil rezar delante de ese milagro de Caravaggio.

El Señor dice en el Evangelio de hoy que “el que cree en el Hijo posee la vida eterna, y el que no, no verá la vida”. No es que Dios haya decidido condenarlo, esto no es un juicio sumarísimo de pena máxima. Dios no ha venido al mundo para condenarlo ni castigarlo a muerte perpetua, es que el hombre que se encierra en sí mismo, ciega la posibilidad del encuentro. Es como el que no va al cine, no es que vea a medias la película, es que se la pierde entera. Quien dejó pasar aquel amor de juventud, ya no puede realizar la vida que no escogió en su momento, sólo puede dar carrete a la imaginación. Estas cosas suenan muy obvias, pero nos las tenemos que recordar a menudo para saber si hemos escogido de verdad al Señor, o es sólo una muletilla con la que adornamos nuestra vida.

Y estamos hablando de una elección capital, no del color azul o amarillo para el pasillo de casa. El Señor dice que el que lo encuentra tiene vida, y el que no, se pierde vivir. Vivir, lo que se dice vivir, todos intuimos de qué va. Sabemos que es mejor tener salud que no tenerla, y amar que dejar el corazón estéril. Pero Cristo se refiere a esa vida en plenitud a la que aspira nuestro corazón, en la que no hay luto, ni llanto, ni dolor, ni condenadas fiebres, ni proteínas rodeadas de grasa (a las que llamamos virus) que menguan nuestra alegría, y donde la gente a la que amamos no se nos vaya de las manos para siempre.

Escoger al Señor es dejar de malvivir.