Miércoles 26-5-2021, VIII del Tiempo Ordinario (Mc 10,32-45)

«Jesús empezó a decirles lo que iba a suceder: “Mirad, estamos subiendo a Jerusalén”». Algunas historias nos sorprenden con un final inesperado, cuando un giro insospechado en los acontecimientos pilla desprevenidos a los protagonistas. Lo que parecía un final feliz se convierte entonces en un desenlace trágico, en un destino inevitable. Pero no sucedió así con la vida de Cristo. Su final no fue un desenlace fatal, inesperado, imprevisto. Más bien todo lo contrario. Por tres veces Jesús anunció su pasión, muerte y resurrección. A través de esos anuncios, el Señor muestra una extraordinaria conciencia viva de su misión y su destino. Él es plenamente consciente de lo que va a suceder en Jerusalén, y sin embargo no duda en subir allí con decisión. Sabiendo lo que le viene encima, asume libremente el camino que ha dispuesto su Padre y se encamina hacia el Calvario. La Cruz le espera, y Jesús tiene prisa por abrazarla, por redimirnos, por amar hasta el extremo.

«Se le acercaron los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: “Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda”». Mientras Jesús habla de entrega, de condena, sufrimiento y muerte, sus discípulos están pensando en otra cosa. Se diría que se mueven en universos paralelos… Jesús anuncia su destino final de cruz, y los dos hijos de Zebedeo le piden ser los primeros en su gloria. Ciertamente, poco habían comprendido del mensaje de Cristo. Pero tampoco se quedan a la zaga los otros apóstoles: «Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan». También ellos quieren su parte en el reino, su cuota de poder correspondiente, y se indignan porque aquellos dos se les habían adelantado. A veces sorprende lo mal que quedan los discípulos en las páginas Evangelio, como si no importara dejar en evidencia sus miserias. Jesús está subiendo a Jerusalén para morir y sus seguidores se pelean por lograr los primeros puestos. Y, sin embargo, con infinita paciencia, el Maestro les tiene que volver a recordar que su reino no es de este mundo.

«El Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos». ¿Si hubiera que resumir toda la vida de Jesús en una palabra, cuál sería? ¿Cómo podríamos condensar en una sola palabra su Encarnación, su abajamiento, su nacimiento en pobreza, sus años de vida oculta en Nazaret, su predicación y milagros, su muerte y resurrección? Jesús resume toda su existencia con un único verbo: servir. El Hijo del hombre –dice– ha venido a esta tierra para servir. Para servir se abajó hasta abrazar la naturaleza humana y hacerse hombre como nosotros. Para servir nació pobre y humilde en Belén. Para servir vivió y trabajó como un hombre cualquiera. Para servir pasó haciendo el bien, curando a todos, y enseñó los misterios del Reino de los Cielos. Para servir cargó con la Cruz y murió con los brazos extendidos. A la luz de la vida de Cristo, esta palabra –“servir”– tantas veces denostada e impopular brilla con toda su grandeza. Jesús vino al mundo para servir. ¿Y tú para que estás en el mundo? Porque si no vives para servir, no sirves para vivir.