Siguiendo la voz del Señor. Qué pretensión, ¿acaso el Señor nos habla? ¿Quiénes somos nosotros para que él nos hable? ¿De qué manera lo hace? Pues bien, hoy comenzamos a leer la historia majestuosa de Abrahán. Él es nuestro padre en la fe, como nos enseña san Pablo (Rm 4) en uno de esos razonamientos rebosantes de enjundia con que llena sus epístolas. Su historia nos indicará caminos para que nosotros veamos claro. Hoy se nos muestran dos. Uno de ellos, en el comienzo del relato del que entonces todavía era Abrán. El segundo, en las palabras de Jesús en el evangelio de Mateo.

Hay que salir de nuestra tierra y de la casa de nuestro padre. El camino, por tanto, nos saca de nosotros mismos, de nuestras comodidades ordinarias y nos echa a la aventura. Buena aventura de bienaventuranza. Aventura de la vida. De una vida nueva. Distinta. Inesperada. Fuera de aquello a lo que nos habíamos acostumbrado y que se nos pegaba con suavidad a la piel. Nos invita a que salgamos de ese nosotros mismos para inventarnos otro. Mejor, para que él, el Señor, nos invente otro; haga de la nuestra una vida nueva. ¿Cómo, a mis años? Abrán no era un jovenzuelo, sino que estaba ya cargado de años. Esto es para que sepamos cómo ese camino nuevo se nos presenta ahora, a nuestra edad, la que tengamos. Hasta cambiará de nombre y se llamará Abrahán.

¿Cómo es eso?, ¿novedad en nuestra vida? Cuando la tenemos ya, quizá, tan arregladita. ¿Nuevas aventuras? Quiá, nos decimos. Yo ya tengo marcados mis caminos. Que nadie venga a revolverme mis seguridades tan establecidas, tan cálidas. ¿Echarme a los caminos, como si fuera un turista, quizá turista de lo espiritual? Puede ser, pero veremos qué resulta. Porque el Señor nos pone delante un camino de fe. De hombres de fe. De mujeres de fe. De ancianos de fe. De muchachos de fe. Es un camino de internalidades, que ha de mostrar sus consecuencias en las externalidades de nuestra vida. A lo mejor estas no son, en apariencia, muy importantes. Apenas visibles. Camino de fe que te lleva a ver mejor, a tener un trato más consecuente con tu prójimo. A no juzgarle con tanta rapidez y rotundidad: tienes una mota en tu ojo. Camino de fe que me hace ver la viga que tengo yo en el mío. Camino de fe que remueve mis entrañas y me hace ver con justicia la relación que tengo con el prójimo y conmigo mismo. Para ello no hay que echarse por senderos turísticos de montaña. No hay que irse a horizontes lejanos donde tocan extraños tambores. Es un camino de fe para ver las pequeñas realidades de nuestra vida; de la manera en que las expresamos.

Somos, siguiendo a Abrahán, hombres y mujeres de fe, porque vemos con otros ojos. Ojos que se nos han regalado. Que el Señor nos dona. Para que veamos la realidad de nuestra vida. Para que vivamos la gran aventura de juzgar de la manera misericordiosa en que nosotros seremos juzgados. Unos ojos, pues, que ven otro mundo, otros colores. Que viven de otras sensaciones. Porque, también ellos, ojos de fe.

Así, se nos abre delante un mundo nuevo. Una tierra nueva y un cielo nuevo. Por eso, abiertos nuestros ojos de fe, podremos cantar con el salmo la dicha de que es el Señor quien nos ha elegido como su pueblo, como su heredad. Nuestros ojos, ahora, verán con mirada de Dios.