Éxodo 16, 2-4. 12-15

Sal 77, 3 y 4bc. 23-24. 25 y 54

san Pablo a los Efesios 4,17. 20-24

san Juan 6, 24-35

Llega un momento de la vida en que podemos preguntarnos: “¿por qué habré elegido este camino?” “¿por qué el Señor me ha llevado por él?” “¿Qué he ganado marchando por él, encontrando desasosiego y desazón?” … Dirá el Pueblo de Israel: “¿Cómo imaginar que esa ruta me llevaría a decir: ¡ojalá hubiéramos muerto a manos del Señor en Egipto! Entonces nos sentábamos alrededor de la olla fácil. ¿Pero ahora?”.

Dice Jesús: “El trabajo que Dios quiere es que creamos en quien él ha enviado”. No que creamos en estos o en aquellos, aunque durante tiempo les hayamos seguido … Y, ahora, nos han dejado en la estacada … un pozo sin fondo, oscuro y lleno de tinieblas.

¿Cómo discernir a quién hemos seguido de verdad, aquél en quien hemos puesto nuestra confianza por encima de todas las vicisitudes? Porque, “incluso cuando comíamos de la mano de Moisés el pan bajado del cielo, no era en realidad de él, sino del Señor”.

¿Cómo reaccionar ante una situación difícil, cuando el sufrimiento aparece en nuestra vida? Y ahora, como los israelitas, tenemos que distinguir entre lo que es “pan del cielo”, pan de Dios, y las manos supurantes que nos la ofrecían. Manos que, quizá, besábamos con pasión, pensando que eran manos de Dios, pero eran fruto del interés mezquino y traidor … Situación en la que algunos, quizá muchos, se encuentran.

En estas circunstancias es cuando debemos actuar con los criterios de Dios, como nos señala san Pablo; “no con la vaciedad de los criterios del mundo”. Porque hemos aprendido de Cristo … Esta es la verdad: Todo lo hemos aprendido del Señor. ¡Nadie más!

El beso del sufrimiento, la de cualquier ser humano, nos ha de abandonarnos en las manos de Cristo, y descubrir el amor infinito de Dios por cada uno de nosotros … Eso hizo la Virgen al pie de la Cruz, recoger cada uno de nuestros sufrimientos y transformarlos en ternura divina.