Escuchar la parábola de los jornaleros supone siempre un reto espiritual de primera magnitud. Y lo supone, principalmente, porque desafía nuestra forma elemental de pensar y de actuar, va contra nuestros a priori, contra el pensamiento inconsciente, subyacente que marca nuestro día a día, y que, lamentablemente está muy lejos de cómo Dios piensa y siente.

Hay varios prejuicios en la actitud de los jornaleros del alba con los que nosotros nos sentimos perfectamente identificados:

  • Equidad, debes cobrar en función de lo que trabajas, es tu esfuerzo el que te permite ganarte el jornal. Esto es básico en nuestra concepción de justicia, es básico en las relaciones laborales y no seré yo quien califique esto de injusto. Sin embargo, todos somos conscientes de que esto no es cierto, que las grandes cosas en la vida las he recibido sin ganármelas, nacer, mi familia… son cosas recibidas desde las que puedo crecer, que puedo aprovechar, pero que claramente no me he ganado.

 

  • No trabajar es un beneficio y trabajar es una condena. Aquí aparece la seducción del pecado, y ese chaval del colegio, que en clase de religión me decía, «yo quiero ir al infierno, porque es dónde está la gente divertida»… es la forma de pensar del hijo mayor en la parábola del hijo pródigo… es esa envidia ante el mal… Y es que a los que nos va bien, no se nos puede ni pasar por la cabeza el sufrimiento del que pasó el día la plaza sin ser contratado, porque, además, presuponemos que fuimos contratados a primera hora porque somos mejores… tal vez esta actitud sea la más anti-evangélica…

 

  • La generosidad genera injusticia. La actitud generosa del patrón se entiende como agravio, en ella, el que trabajó todo el día se siente insultado, no ve reconocido su trabajo, se cree merecedor de más… el acuerdo con el que le contrató ha sido escrupulosamente cumplido, pero… yo me sentía digno de más… me creía mejor… aspiro y ambiciono más…

 

Es cierto, este evangelio levanta en nosotros sentimientos encontrados, y, porque no reconocerlo, solemos esconderlo al final de nuestro repertorio, porque, en realidad nos acusa… nos pone frente a nuestra falta de fe, vemos cara a cara la radicalidad del Evangelio, lo contracultural de la propuesta de Jesús… Ante este Evangelio a mi solo me cabe una breve jaculatoria: «Señor que crea»