Hoy por la mañana, después de dar la comunión a los enfermos de la planta de oncología, se me acercó un familiar que vela noche y día a su padre. Digamos que se llama Rafael. Empezó a contarme sin solución de continuidad cosas de su vida, de cómo su padre le enseñó a andar, de las costumbres del pueblo manchego donde vivió de niño, de las novias que tuvo, de acontecimientos que él considera milagros canónicos que le han sucedido, de su comida favorita, los boquerones, la sepia, de dónde le salen más baratas las piezas de recambio para su coche. Creo que me ha contado todo lo que le ha tocado vivir en la vida hasta esta misma mañana. Y menos mal que me dio por interrumpirle con educación, porque estaba por la labor de hablarme de sus proyectos. Esta tarde, durante la oración, he pensado en ese par de carencias que nos acompañan allá donde vamos: la decepción por no encontrar verdaderos interlocutores que nos quieran escuchar de verdad; y la soledad interior, que padecemos como una sombra del alma.

En estos tiempos ha ocurrido una pequeña revolución en la vida de la Iglesia, y es que se ha puesto de moda la narración del propio testimonio de vida. Ahora todo el mundo necesita un micrófono y una oportunidad para contar los procesos que Dios hace en su interior. Es un hábito que pega mucho con esta sociedad no sólo abierta, sino abierta de par en par, en la que de un plumazo se nos han caído las imágenes tradicionales de la Iglesia que se refieren al secreto, a lo escondido. Como por ejemplo el castillo interior de santa Teresa, con el que la santa aludía a esa clausura interior donde moramos día y noche con nuestro creador. Un lugar celoso de las miradas ajenas, porque en él se viven los procesos del conocimiento lento de dos personas que se quieren. Hoy los castillos se han convertido en casas de campo con paredes de cristal, donde lo que se vive en lo más íntimo se convierte en pública exhibición.

Son malos tiempos para guardarse los dolores. Hoy más que nunca hay en el mercado cientos de libros de autoficción (qué así es como se denominan) en los que los pacientes se dan a la impaciencia de contar su dolor. Como vamos perdiendo vida interior, por esos horarios desaforados en los que nos hallamos inmersos, no podemos guardarnos ya nada dentro. Ni siquiera sabríamos dónde poner nuestros dolores, cómo encajarlos. Entonces uno mira a la Virgen a los pies de la cruz de su Hijo, callada, serena, y no es capaz de entender su silencio. Después de una vida aguantando incomprensiones e insultos que venían hasta de la propia familia (nos cuenta el Evangelio que sus parientes tildaron de loco al Hijo de sus entrañas), ella permanece muda.

Pero María nunca fue una muerta en vida. Estaba viva por el fuego que ardía en el centro de su castillo interior. Allí donde le dijeron que una espada le iba a atravesar de lado a lado, ella puso una perenne conversación con el Dios de Israel, el Dios de sus padres. Pero ya digo, son malos tiempos para entrar en el castillo interior, y preferimos la charleta, ¿vecinos, vecinas, venid, queréis que os dé cuenta de mis dolores?