Jesús primero da a sus apóstoles “el poder y autoridad sobre toda clase de demonios y para curar enfermedades. Luego los envió a proclamar el reino de Dios”. Esta potestad y encargo es para la Iglesia entera, por tanto, también para nosotros. Primero curar enfermedades, primero la caridad, las obras de misericordia, después proclamar el Reino de Dios. No son dos cosas opuestas. Las curaciones son ya anuncio de la que el Reino de Dios está entre nosotros y, al mismo tiempo, es necesario que se anuncie expresamente lo que significan esos milagros. Pero sí nos ayuda a poner orden, a saber por donde hemos de empezar: por realizar las obras de misericordia. Entre ellas cuidar a los enfermos ha sido puesta por Jesús en lugar destacado. San Pedro en el libro de los Hechos de los Apóstoles resume la actividad de Jesús con estas palabras: “cómo pasó haciendo el bien y sanando a todos los oprimidos por el Diablo, porque Dios estaba con él” (Hch 10,38).

El Papa Francisco nos recordaba en una de sus audiencias sobre la familia y la enfermedad (10-VI-2015): “Al atardecer, después de ponerse el sol, le llevaron a todos los enfermos y endemoniados (Mc 1,32). Si pienso en las grandes ciudades contemporáneas, me pregunto dónde están las puertas ante las cuales llevar a los enfermos esperando que sean sanados. Jesús nunca huyó de sus cuidados. Nunca pasó de largo, nunca volvió la cara hacia otro lado (…) ¡Esa es la gloria de Dios! ¡Esa es la tarea de la Iglesia! Ayudar a los enfermos, no perderse en habladurías, ayudar siempre, consolar, aliviar, estar cerca de los enfermos; ésta es la tarea”. Cuando hacemos esto, no solo hacemos un bien a los enfermos, sino a nosotros mismos. Quienes cuidan a los enfermos y a los cuidadores sabe por experiencia, cuánto nos edifican los enfermos y cuánto nos ayudan en nuestras dificultades personales. En este sentido los enfermos son evangelizadores de primera línea, de periferia, como le gusta decir al Papa Francisco. Es propio de la misericordia tomar sus dolores y apuros como cosa propia, para remediarlos en la medida que podamos. Cuando visitamos a un enfermo no estamos cumpliendo un deber de cortesía; por el contrario, hacemos nuestro su dolor… procuramos obrar como Cristo lo haría. El Señor agranda nuestro corazón y nos hace entender la verdad de aquellas palabras del Señor: Es mejor dar que recibir (Cf. San Agustín, Catena Aurea)

María, Madre nuestra, Salud de los enfermos, mueva nuestro corazón para salir al encuentro de las necesidades de nuestros hermanos enfermos, como haría el “buen samaritano” que supo dejar de lado por un momento su planes y proyectos para hacerse prójimo del que sufre.