Las palabras del Señor son duras. Si tu mano te induce a pecar, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos a la gehena, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te hace pecar, córtatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies a la gehena”. No hay término medio ni componendas que valgan. Y esto es así porque las consecuencias del pecado son muy graves. Hoy hemos desvinculado el pecado de Dios, ya sólo es un error, un descuido, una limitación… Por ello no hay más que pecados contra el prójimo, los tres primeros de la Tabla no existen. La secularización del pecado – reducido al ámbito de la conciencia individual, entendida en clave subjetivista -, lleva a la pérdida del sentido del pecado, reducido a sentimiento subjetivo de culpa– “no siento que esté en pecado” -. Y no calibramos su seriedad.

Uno solo es muy grave. Cuesta la Cruz de Nuestro Señor. Miremos a Cristo en la Cruz y ponerla en relación con mis pecados ¿Me atrevería a decirle a Cristo en esa situación que su respuesta a mi pecado es algo exagerada? ¿No será más bien, mi ceguera la que me oculte su seriedad? En la octava estación del Vía crucis en el viernes santo de 2005, el Cardenal Ratzinger decía en la meditación: el Señor “nos muestra la gravedad del pecado y la seriedad del juicio ¿No estamos tal vez demasiado inclinados a dar escasa importancia al misterio del mal? ¿Cómo podrá Dios -pensamos- hacer de nuestra debilidad un drama? ¡Somos solamente hombres! Pero ante los sufrimientos del Hijo vemos toda la gravedad del pecado y cómo debe ser expiado del todo para poder superarlo. No se puede seguir trivializando el mal al contemplar la imagen del Señor que sufre. También a nosotros él nos dice: No lloréis por mí; llorad más bien por vosotros… porque si así tratan al leño verde, ¿qué pasará con el seco?”.

El pecado no es una falta de ortografía. Sus consecuencias son dramáticas. Nos separan radicalmente de la fuente de la felicidad y el gozo perdurable, de Dios, de lo que quiere hacer para nosotros. No quitarle importancia ¡No es así como se supera el pecado, no es así como se conduce a la paz, sino reconociéndolo y acogiendo la misericordia de Dios! Los ángeles me sufren, se tienen que tapar la cara de vergüenza cuando me ven pecar ¡Y son el cuchillo de la justicia divina!

Debemos recocer la realidad de nuestro pecado: “si decimos: no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia. Si decimos: no hemos pecado, le hacemos mentiroso y su Palabra no está en nosotros” (1 Jn 1, 8-10). Entonces la Misericordia de Dios, que “triunfa sobre el juicio” (St 2, 13) nos sanará.

Mirando a Jesús en la Cruz junto con María, descubramos la seriedad de nuestro pecado y la grandeza de la Misericordia de Dios.