Todavía resuena dentro de mí la última frase del Evangelio de ayer. Lo mejor se había quedado para el final, como el postre que todo niño quiere de primer plato: “Manteneos en pie ante el Hijo del Hombre”. No sé cómo te habrás tomado el madrugón de hoy. En el hemisferio norte hace mucho frío, suena el viento y no hay muchas ganas de echar a andar y, como dicen los muy tristones, además es lunes. Piensa qué es lo primero que has hecho al levantarte: si de verdad te has mantenido en pie ante el Señor, o te han mantenido en pie tus discursos interiores, esos que no paran de contarte lo mucho que tienes que hacer, lo poco que te valoran los que trabajan contigo, los pensamientos que te dan la alineación de tus obligaciones inmediatas. Cuando el centurión romano se levantó aquella mañana, de la que hoy nos da cuenta el Evangelio y advirtió que se le moría el siervo a quien tanto quería, no lo dudó y se puso en marcha para perseguir al Señor y sonsacarle un milagro.

La primera acción del centurión fue un acto de amor desinteresado, limpio como una primera pagina por escribir, no fue un ejercicio propio de sus labores en la milicia, una de sus obligaciones ordinarias. Me pregunto muchas veces cuánto pesan en nosotros los demás, aquellos que llamamos prójimos pero ni siquiera hacemos vecinos de nuestras prioridades. Decía Simone Weil que hay personas que pasan por la vida sin saber que existen los demás, como burros de carga que van mirando al suelo por si se trastabillan. Son personas que se tropiezan con el prójimo, pero ni sus almas ni sus miradas se cruzan. Es una conducta en el fondo neurótica, sólo se atiende a lo propio, que se mira y se remira.

El centurión romano no sabía hebreo, ni mucho menos se habría leído la Torá de cabo a rabo. Sencillamente le tocaba estar allí, en tierra extranjera, con un pequeño destancamiento de legiones a su cargo. No sabemos nada de su religiosidad, aunque no la adivino extraordinaria. Pero era un buen tipo, de esos a quienes les vibra el corazón cuando alguien sufre, de los que lloran con los que lloran. No podía ver a su criado a punto de morir, le quería de verdad. Acercándose a Jesús le dijo aquellas palabras que se han convertido en la última plegaria que dice todo católico antes de comulgar. ¿No es algo extraordinario? Un hombre en la periferia absoluta de la fe judía, se convierte en el creyente por antonomasia. Ya vemos que la fe en Cristo no es cuestión genética de familia creyente, ni de patria religiosa, sino del ejercicio de una confianza dulce.

Me decía hace poco un padre de familia que la mejor manera de enseñar las verdades de la fe a su hijo, es a través de los milagros: mostrarle la estupefacción que produce la Sábana Santa o el manto de la Virgen de Guadalupe. Con el Evangelio de hoy en la mano, vemos que éste quizá no sea el camino más adecuado. Los padres deberían instruir a sus hijos en el misterio de la confianza, una educación difícil. Confiar en el otro produce vínculos, confiar en Cristo es entrar en el misterio de Dios. No hay que hacerle competencia a la ciencia con sus propios instrumentos, sino decirle al Señor, “me acerco a ti, tropezando entre sombras, pero me fio de tus palabras”.