El Evangelio de hoy narra uno de esos encuentros de Jesús con el hombre. En este caso se trata de los primeros apóstoles, que antes fueron discípulos de Juan el Bautista. Cuando pasa Jesús, Juan lo señala diciendo “Este es el cordero de Dios”. La indicación coincide con el momento en que, en el templo, se estaba llevado a cabo el sacrificio perpetuo. Cada mañana y tarde de a diario se sacrificaba un cordero a Yahvé. Es probable que aquellos dos discípulos, uno era Andrés y el otro parece ser Juan Evangelista, entendieran esa imagen. Lo que ellos esperaban, el cumplimiento de todas las expectativas de Israel, estaba allí, en aquella persona que pasaba delante de ellos y que Juan señalaba.

Jesús les dice: “¿Qué buscáis?”. Esa pregunta va dirigida a todo hombre. También a cada uno de nosotros. Y atañe a lo más profundo de nuestro corazón; a aquello que puede saciarnos totalmente. Jesús les pide que reconozcan el deseo que hay dentro de ellos, para que puedan darse cuenta de que Él es la respuesta. Por eso le responden con otra pregunta: “Rabí, ¿dónde vives?”.

Por una parte confiesan al llamarlo Rabí (Maestro), y por otra reconocen que se dan cuenta de que sólo a su lado encontrarán la respuesta completa. Jesús no sólo nos ayuda a satisfacer nuestro deseo, sino que hace que lo vivamos en plenitud. Dice el Concilio Vaticano II que Jesús revela el hombre al propio hombre. Sólo en Él conocemos la plenitud a que hemos sido llamados y que sólo podemos alcanzarla permaneciendo junto a Él.

Les dice: “venid y veréis”. Conocer a Cristo significa quedarse con Él. Aquí se nos recuerda el misterio de la Encarnación, de la Eucaristía y de la vida eterna: estar con Cristo. Jesús podía haberles dado un cúmulo de respuestas pero, en cambio, les lanza una invitación: permanecer con Él.

Algo grande pasó en aquello momentos en que estuvieron juntos. Lo vemos por la reacción de Andrés, que va en busca de su hermano Pedro y le dice: “Hemos encontrado al Mesías”. Una reacción semejante la tenemos nosotros cuando nos paramos en la oración, cuando permanecemos a su lado ante el sagrario o, simplemente, intentamos vivir en su presencia a lo largo de todo el día. Algo se traslucía en el rostro de Andrés porque su hermano Pedro no dudó de él. Le siguió junto a Jesús. La señal de que Andrés había conocido de verdad a Cristo es que su testimonio resultaba creíble. Y había permanecido junto al Señor sólo unas cuantas horas. Por eso Andrés conduce a su hermano ante Jesús.

Cuando Pedro está ante el Señor este lo mira. Es una mirada nueva que nos comunica una existencia también nueva. Por eso Jesús le cambia el nombre. Indica de esa manera la nueva vida a la que es llamado Pedro. Si antes su destino permanecía en el ámbito de la mera historia, ahora es introducido en el plan de Dios que se realiza en Cristo. A través de una llamada personal, que supone un cambio de nombre y por tanto una conciencia nueva de pertenencia, Pedro es asociado a la obra de Cristo.

Ya somos cristianos. Tenemos fe y confianza en Dios. Pero necesitamos renovar a diario el encuentro personal con el Señor en el que nuestra vida queda iluminada totalmente de tal manera que ya no podemos entenderla separados de Cristo.