Martes 11-1-2022, I del Tiempo Ordinario (Mc 1,21-28)

«Jesús entra en la sinagoga a enseñar; estaban asombrados de su enseñanza, porque les enseñaba con autoridad y no como los escribas». Lo primero que llamó la atención de aquellas gentes de Galilea fue la enseñanza de Jesús. El Señor fue sobre todo llamado por sus contemporáneos “el Maestro” –rabbí–, es más, muchos le confundieron con uno de los escribas y, además, aparece en los Evangelios descrito con rasgos parecidos a los antiguos profetas. Parece evidente que las palabras de Jesús tenían una fuerza especial. Había en ellas algo que cautivaba las mentes y los corazones de los que las oían, hasta el punto de traspasar su alma. Ante una palabra de Cristo los hombres dejaban sus redes y familias y lo seguían, los pecadores se convertían arrepentidos, los demonios eran derrotados y expulsados, se calmaban las fuerzas de la naturaleza, los enfermos eran curados y aun la misma muerte daba un paso atrás… ¿Qué era eso que tenía la palabra del Señor? ¿Cuál era esa autoridad con la que enseñaba?

«Todos se preguntaron estupefactos: “¿Qué es esto? Una enseñanza nueva expuesta con autoridad. Incluso manda a los espíritus inmundos y lo obedecen”». Claro, te preguntarás, para los habitantes de Cafarnaúm esa enseñanza era nueva… pero para mí, no. ¿O sí? Ante la admiración de los oyentes estupefactos de Jesús, quizá nosotros podríamos preguntarnos hoy si, dos mil años después, seguimos admirándonos de la enseñanza nueva del Señor. ¿Cuántas veces has escuchado las Bienaventuranzas, o el Sermón de la Montaña, o el mandamiento nuevo del amor, o la parábola del buen samaritano, o la del hijo pródigo y la oveja perdida, o el relato de la Última Cena, o la narración de la Pasión? ¿Cuántas veces has escuchado la palabra de Cristo? ¿Y sigue siendo una enseñanza nueva para ti? Dos mil años después, la autoridad de Cristo no ha pasado, su palabra sigue resonando con la misma fuerza capaz de transformar los corazones y el mundo entero. ¡Deja que resuene, una vez más, en tus oídos!

«Su fama se extendió enseguida por todas partes, alcanzando la comarca entera de Galilea». A lo mejor no has reparado en un pequeño detalle… Si la fama de Jesús se extendió enseguida por todas partes, fue porque todo el mundo hablaba de él. Más rápido y eficaz que la televisión o las redes sociales, el boca a boca de unos hombres admirados y sorprendidos fue el mejor “medio de comunicación” del Evangelio. No hubo costosas campañas de publicidad ni estudiadas estrategias de difusión. Bastó la palabra de hombres y mujeres convencidos. ¡Y la fama de Jesús prendió como la pólvora por toda Galilea! ¿Será qué nos sobran hoy medios de comunicación y estrategias pastorales pero nos faltan personas convencidas para transmitir el Evangelio al mundo entero?