Me ha removido la historia del físico Fritz Haber. En estos días debemos a la ciencia muchos avances, casi estamos pendientes de los labios de la ciencia para saber qué debemos hacer para erradicar esta pandemia moribunda, y no sólo rematar la que se nos va, sino prevenir las futuras que puedan llegarnos. Pero la historia de Fritz Haber sitúa al progreso científico en la mirilla de la sospecha, por que toda ciencia se sostiene en las pequeñas manos de los hombres.

A principios del siglo XX, Fritz Haber recibió el Premio Nobel de Química gracias a extraer nitrógeno directamente del aire. Este hallazgo significó un hecho que transformó la historia de la humanidad. Se multiplicaron los fertilizantes, cientos de millones de personas podrían haber muerto por falta de abonos para los cultivos, lo que hubiera conllevado escasez de alimentos, desnutrición, despoblación, etc. Fue el descubirmiento químico más importante del siglo pasado y propició una explosión demográfica sin precedentes. Los datos están ahí, de 1,6 millones de seres humanos a 7 mil millones en menos de cien años. Qué tipo, ¿no? ¿El bueno de Haber podría haber imaginado tamaña revolución de bien absoluto?

Sin embargo hay un horror en el historial de Haber. Fue el responsable de los ataques con gas mostaza al ejército francés durante la Primera Guerra Mundial. Su mujer le reprochó su afán por servir al perverso mecanismo del mal, por haber sido el cerebro gris del mayor de los horrores conocido hasta entonces. Durante la Gran Guerra se dedicó a perfeccionar sus métodos, para que el veneno fuera aún más letal. Tenemos sus escritos, en ellos no parece dar trascendencia a su trabajo, “realmente me hace bien estar en el frente, donde las balas vuelan. Allí lo único que importa es el instante, y el único deber es hacer lo que uno pueda dentro de los límites de la trinchera. Y luego de vuelta al centro de comando, encadenado al teléfono”. Habla como si fuera el trabajador de una sucursal bancaria al que le hace bien la atención al público pero se cansa de la burocracia de las llamadas y las reuniones.

Es paradójico que aquella mente privilegiada, capaz de propiciar un mundo favorable al desarrollo de la vida humana, tuviera al mismo tiempo el alma de Mr. Hyde, un depredador, un hombre sediento de prestigio sin la facultad de calificar los medios empleados en sus hallazgos. Es el reproche de hoy que hace el Señor a los discípulos, “¿tenéis el corazón embotado?, ¿tenéis ojos y no veis?, ¿tenéis oídos y no oís?, ¿no acabáis de comprender?”. El Señor quiere despertar a los suyos a un nuevo conocimiento, quiere que tengan la propia mirada de Dios, que vean el mundo como él lo ve. Porque si no les ocurre ese transformación, un día inventarán el mejor de los fertilizantes y al día siguiente masacrarán a la humanidad, como le pasó al pobre Fritz Haber.

El ser humano es inconstante y movedizo, se aturde con sus juegos de empoderamiento, no se sostiene, no sabe en quien apoyarse para garantizar sus empresas. Y el Señor dice, “soy yo quien te da madurez y provecho, el que duerme contigo cuando se te cierran los ojos y a quien saludas al iniciar la jornada”.