En la audiencia del miércoles, el Papa dijo una cosa bellísima, aunque también costosísima, “ser cristiano no es sólo recibir y confesar la fe, sino custodiar la vida: la vida propia, la vida de los otros, la vida de la Iglesia”. Porque es fácil ser un mielero de la fe, el que va con su carro tocando las puertas de las casas, poniendo su género a disposición de todos pero sin haber probado nunca la miel. Custodiar es el verbo capital de la fe cristiana. El que ama custodia, enmarca lo que ama. La naturaleza es pródiga en todo cuanto nos ofrece, no tiene límites, ahí está el mar, “ancho y dilatado”, como dice el salmo. Todo es de una inmensidad apabullante, pero quien ama ciñe, contiene, abraza, custodia. Y el Papa empieza hablando de la custodia de uno mismo. El que no cuida su tiempo lo desparrama, quien no se quiere aborrecerá al prójimo. Quien no visibiliza en su casa aquello que ama, siempre vivirá en una posada de poca monta, vivirá en el desorden, estará a disgusto en cualquier parte.

Siempre me ha gustado imaginarme cómo debió ser la educación de José a Jesús, aquel hijo que no era suyo. Si a San José le denominamos el verdadero custodio, ¿como enseñaría su oficio? De verdad que no puedo imaginarme estas palabras salidas de su boca: “Mira, lo primero que tienes que hacer es ponerte a trabajar a destajo, y si te dan las doce de la noche, pues bueno, eso es lo que requiere el trabajo, desfondarse”. “Mira, tienes que ganar dinero, en este oficio hay gente muy buena y más aquí, en Nazaret. Este es un trabajo muy competitivo y por ello tienes que ir detrás del cliente, perseguirlo hasta darle a entender que tu trabajo es mejor que el del vecino, así ganarás todo el dinero que quieras y podrás garantizarte un futuro próspero”. De verdad que no puedo imaginarme una instrucción así. No sé, José cogería una tabla de madera… “pon tu mano aquí, toca la madera del olivo, ¿la sientes? Mira ahora, ésta es una acacia… ¿notas la nobleza?, ¿la belleza? Cuida con tus manos lo que Yahvé nos ha regalado, y disfruta de cuanto haces, así los demás lo notarán y Dios vivirá en ti”.

Por eso hay que entender bien el Evangelio de hoy. Cuando el Señor nos conmina a aborrecernos a nosotros mismos, no quiere decir que busquemos hacernos daño con un punzón, ni dar carrete a los derivados de una vida en contra de nuestra naturaleza. Simplemente nos alerta de no alimentar al agujero negro que todos llevamos dentro. Porque llevamos algo así, como esos bichos astronómicos que tienen una fuerza gravitatoria tan fuerte que nada, ni siquiera la luz, puede escapar de su núcleo. De esa cizaña interior, o como queramos llamarla, nos quiere advertir el Señor, para que nuestra vocación no sufra un colapso.

El núcleo de mi ser es una mano tendida. Si me guardo para siempre esa mano en el bolsillo habré perdido pie en este mundo, ni encontraré a Dios, ni sabré quién soy.