Viernes 1-4-2022, IV de Cuaresma (Jn 7,1-2.10.25-30)

«Recorría Jesús Galilea, pues no quería andar por Judea porque los judíos trataban de matarlo». En música, llamamos crescendo a un aumento gradual de la intensidad del sonido. Así, un mismo tema va ganando en fuerza e intensidad, hasta desembocar en un estruendoso final. Todo el Evangelio –y en el de Juan se ve con una mayor claridad– es un crescendode la oposición de los judíos a Jesús. Cada vez su rechazo es mayor, hasta el punto de que le buscan para matarlo. El Maestro es bien consciente de esta oposición, sin embargo no cambia su discurso para hacerlo más llevadero y aceptable. Jesús podría haber suavizado sus palabras y disminuido sus pretensiones para ganarse a su público y evitarse problemas. Pero no quiso hacerlo. Sabiendo que iba en contra de lo “políticamente correcto”, con sus palabras –como dice la expresión popular– se cavaba su propia tumba. Bastaba retractarse y callarse para evitar la muerte, pero Cristo no lo hizo. No podía traicionar la misión que le había encomendado el Padre. Aunque le costara la vida.

«A mí me conocéis, y conocéis de dónde vengo. Sin embargo, yo no vengo por mi cuenta, sino que el Verdadero es el que me envía; a ese vosotros no lo conocéis; yo lo conozco, porque procedo de él y él me ha enviado». De nuevo este pasaje nos pone en el centro de la pretensión de Jesús. Aquí no hay ninguna doctrina escondida, ni ningún grito revolucionario, ni ningún buenismo ingenuo. Sencillamente, Jesús se declara igual a Dios. Cierto, podía haber matizado o suavizado sus afirmaciones, pero no lo hizo. La Verdad es más importante que el quedar bien. La Verdad es más importante que la propia vida. Uno puede morir por la Verdad. Eso fue lo que hizo Jesús, y tras él los mártires de toda la historia. Dios vale más que la vida terrena, y los cristianos estamos llamados a confesar nuestra fe en medio del rechazo y la oposición, dando testimonio aun a costa de la propia vida. La salud, el bienestar o la comodidad no son el valor absoluto, y como le gustaba decir a John Henry Newman, “hay que buscar la santidad antes que la paz”. Por eso, hay que buscar la Verdad antes que la vida.

«Entonces intentaban agarrarlo; pero nadie le pudo echar mano, porque todavía no había llegado su hora». Es cierto que todo el Evangelio es un crescendo de odio de los judíos a Jesús. Pero Jesús muere no cuando los judíos quieren, sino cuando a Él le llega su hora. La entrega de Cristo es completamente libre, no forzada por las circunstancias. Y, para dejarlo claro, aparecen en varias ocasiones estos frustrados “intentos de asesinato” a lo largo de su vida. Sin embargo, Jesús mantiene su libertad –y, por tanto, su obediencia al Padre– hasta el final: «yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre». Esta libertad de Cristo es esencial para entender su muerte como un acto de amor: nadie le quita la vida, sino que es Él quien entrega su vida libremente por amor. La Cruz no es un final amargo e inesperado, sino el mayor acto de amor de la historia.