Comentario Pastoral


LA ASCENSIÓN COMO ENVÍO

Desde hace algunos años la tradicional solemnidad de la Ascensión, uno de los tres jueves clásicos que brillaban más que el sol, se celebra en este séptimo domingo de pascua por exigencias de ajuste del calendario litúrgico con el civil.

La Ascensión es un misterio de plenitud, pues culmina el misterio pascual. Hoy actualizamos y celebramos en la fe el estado glorioso de Jesús de Nazaret, sentado a la derecha del Padre en el cielo.

Celebrar la Ascensión del Señor no es quedarse estáticos contemplando el azul celeste o mirando las estrellas. No es vivir con los brazos cruzados pensando en la estratosfera y soñando evasiones fuera de la realidad. No es suspirar por un cielo nuevo y una tierra nueva, creyendo que en este
mundo vivimos en una ausencia que engendra tristeza.

Todos necesitamos ascender, subir y superar nuestros niveles bajos de atonía humana y espiritual. Necesitamos perspectivas de altura para ver todo con más verdad y justa proporción. Es urgente ascender en la fe, en la esperanza y en el amor. Paradójicamente, ascendemos mejor cuando descendemos más, somos ciudadanos del cielo cuando en la tierra caminamos comprometidos en las exigencias del Evangelio. Cristo ha ascendido a los cielos porque antes descendió, obediente a la voluntad del Padre, hasta la verdad del desprecio, de la condena y de la muerte.

La Ascensión es sobre todo un envío y un compromiso en la Iglesia. Con realismo cristiano hay que vivir en el mundo transcendiendo todo, bautizando siempre, predicando el Evangelio en cualquier circunstancia, bendiciendo a todos y dando testimonio de cuanto hemos visto en la fe. Si levantamos los ojos para ver a Cristo que asciende, es para saber mirar a los hombres y reconocerlos como hermanos, y a la vez acrecentar nuestro deseo del cielo.

Por eso, oramos con el Prefacio de esta solemnidad: «Jesús, el Señor, el rey de la gloria, vencedor del pecado, de la muerte, ha ascendido ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres, como juez de vivos y muertos. No se ha ido para desentenderse de este mundo, sino que ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino».

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Hechos de los apóstoles 1, 1-11 Sal 46, 2-3. 6-7 8-9
Efesios 1, 17-23 San Lucas 24, 46-53

 

de la Palabra a la Vida

Estamos llegando al final de la Pascua: el tiempo que se abrió con una octava, del primer al segundo domingo de Pascua, se cierra con otra, la que va desde la Ascensión hasta Pentecostés. El relato histórico de la Ascensión del Señor que hoy se proclama en la primera lectura quiere, dice san Lucas, conectar su evangelio, la historia de Jesús, con este relato de Hechos, la historia del Espíritu Santo en su acción sobre la primera Iglesia. En él encontramos a Jesús dando instrucciones precisas a los suyos. Esas instrucciones hacen referencia a la ciudad de Jerusalén, pues allí debían aún permanecer en oración, y al don del Espíritu Santo, enviado sobre ellos en Pentecostés para comenzar la misión.

Así, el Espíritu será el que tome el relevo como guía de los Apóstoles del Señor, que permanecerá con ellos por la presencia del Paráclito. Lucas describe, entonces, la Ascensión misma, no de una forma triunfalista, sino anunciando, por medio de los ángeles, que el que se marchó volverá de nuevo en gloria y majestad. Los que quedan son testigos de esto, y tendrán que anunciar lo vivido junto al Señor. La ascensión, así, se vincula al misterio pascual de Cristo (muerte, resurrección y ascensión).

Ahora el Señor se sienta a la derecha del Padre, y desde allí ejerce su ministerio sacerdotal en bien de los hombres, porque, ¿qué supone la ascensión del Señor al cielo? No sube un fantasma, alguien misterioso: los apóstoles reconocen perfectamente en Él a Cristo, su Maestro, el Verbo encarnado. Ahora, en el cielo, en el seno de la Santa Trinidad, se encuentra, en su casa, una humanidad como la nuestra. Es el Verbo de Dios encarnado. El que bajó en la humildad de la carne, asciende glorificado al cielo: ¿un hombre en Dios? ¿Para siempre? Por eso dice san Pablo que necesitamos ser iluminados por Dios «para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder para nosotros». Si nuestra cabeza está en el cielo, nosotros, su cuerpo, un día estaremos allí con Él. Esa es nuestra esperanza, nuestra herencia, que Cristo nos comunica.

Porque Cristo ha establecido una comunicación eterna: El hombre está en el cielo, el Espíritu Santo viene a los hombres, y esa comunicación nos salva. Lo humano en el cielo, lo divino en la tierra… curiosamente, ahora podemos acercarnos aún más al misterio de la Navidad, comprenderlo algo mejor: esto es lo que buscaba Dios. ¡Qué infinita sabiduría la suya! ¡Qué gran misterio de amor! Hasta dónde baja el Hijo de Dios para llevarnos a su casa. Hoy es, sin duda, el día de las comunicaciones celestes, pero sobre todo el de aquella que se da cada día en la liturgia, en la que, por medio de Cristo en el cielo recibimos la gracia en la tierra. ¿Asistimos a la liturgia como a ese gran misterio de la comunicación de Dios? En la liturgia de la Iglesia continúa la acción de Dios, conmemoramos su Ascensión al cielo como el momento de la «creación» de un puente, por el que Dios da su gracia a los hombres, y estos subimos hasta Dios.

Así, el Espíritu que santificó a los apóstoles para que anunciaran el evangelio por el mundo, el que permite reconocer la presencia misteriosa de Cristo en los sacramentos, se nos da a nosotros hoy para que también salgamos a proclamar su evangelio hasta que venga glorioso desde el cielo.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de la espiritualidad litúrgica

El domingo es el día por excelencia de la asamblea litúrgica, en que los fieles «deben reunirse para, escuchando la Palabra de Dios y participando en la Eucaristía, recordar la pasión, la resurrección y la gloria del Señor Jesús y dar gracias a Dios, que los hizo renacer a la esperanza viva por la resurrección de Jesucristo de entre los muertos» (SC 106):

«Cuando meditamos, [oh Cristo], las maravillas que fueron realizadas en este día del domingo de tu santa y gloriosa Resurrección, decimos: Bendito es el día del domingo, porque en él tuvo comienzo la Creación […] la salvación del mundo […] la renovación del género humano […] en él el cielo y la tierra se regocijaron y el universo entero quedó lleno de luz. Bendito es el día del domingo, porque en él fueron abiertas las puertas del paraíso para que Adán y todos los desterrados entren en él sin temor» (Fanqîth, Breviarium iuxta ritum Ecclesiae Antiochenae Syrorum, v 6 [Mossul 1886] p. 193b).


(Catecismo de la Iglesia Católica, 1167)

 

Para la Semana

 

Lunes 30:

Hch 19, 1-8. ¿Recibisteis el Espíritu Santo al aceptar la fe?

Sal 67. Reyes de la tierra, cantad a Dios.

Jn 16, 29-33. Tened valor: yo he vencido al mundo.
Martes 31:
La Visitación de la Virgen María. Fiesta.

Sof 3, 14-14. El Señor será el rey de Israel, en medio de ti.

o bien:
Rom 12, 9-16b. Contribuid en las necesidades de los santos; practicad la
hospitalidad.

Salmo: Is 12, 2-6. Qué grande es en medio de ti el Santo de Israel.

Lc 1, 39-56. ¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor?
Miércoles 1:
San Justino, mártir. Memoria.

Hch 20, 28-38. Os encomiendo a Dios, que tiene poder para construiros y haceros partícipes de la herencia.

Sal 67. Reyes de la tierra, cantad a Dios.

Jn 17, 11b-19. Que sean uno, como nosotros.

Jueves 2:

Hch 22, 30; 23, 6-11. Tienes que dar testimonio en Roma.

Sal 15. Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti.

Jn 17, 20-26. Que sean completamente uno.
Viernes 3:
Santos Carlos Luanga y compañeros, mártires. Memoria.

Hch 25, 13b-21. Un tal Jesús ya muerto, que Pablo sostiene que está vivo.

Sal 102. El Señor puso en el cielo su trono.

Jn 21, 15-19. Apacienta mis corderos, pastorea mis ovejas.
Sábado 4:

Hch 18,16-20.30-31. Vivió en Roma, predicando
el Reino de Dios.

Sal 10. Los buenos verán tu rostro, Señor.

Jn 21,20-25. Este es el discípulo que ha escrito todo esto, y su testimonio es verdadero.