MIÉRCOLES VII SEMANA DE PASCUA

san Juan 17, 11b-19

“Tened cuidado de vosotros y del rebaño que el Espíritu Santo os ha encargado guardar, como pastores de la Iglesia de Dios, que él adquirió con su propia sangre”. Ser sacerdote es ser el mismo Cristo. Siendo éste el punto de partida, san Pablo da unos consejos a los sacerdotes de Éfeso. El argumento empleado es el de la sangre derramada por Jesús. Todo sacerdote será pastor de la Iglesia en la medida en que se identifique con el sacrificio de Cristo. Más aún, las manos, los gestos y las palabras del sacerdote serán prestadas a Jesús para llevar a cabo el gran milagro de convertir el pan y el vino, depositados en el altar, en su Cuerpo y en su Sangre.

La alegría de los hombres ha de ser la alegría del sacerdote, la tristeza de los que lloran es la tristeza del sacerdote. No es un plañidero, sino que administra la medicina oportuna para curar las heridas del corazón y del alma. Y esa fuerza, recibida del Espíritu Santo, resulta ser el bálsamo de la verdadera reconciliación entre los hombres, y de éstos con Dios.

“Se pusieron todos de rodillas, y rezó. Se echaron a llorar…”. San Pablo, que es conocido por la dureza empleada para sí, muestra su ternura sacerdotal ante aquellos que quizás no vuelva a ver. La única acción que pueda acortar distancias, en el tiempo y en el espacio, es la de la oración. La eternidad, una vez más, entra en el límite de las horas para derrochar en la condición humana lo que es perenne e infinito. Dios, más allá de cualquier anonadamiento, resulta tan asequible que es posible hablarle como un “Tú” … Lo que para los hombres puede resultar heroísmo, para el que reza se hace cotidiano: llevar a cabo la voluntad de Dios.

“Por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad”. Enemigo de la mentira, el sacerdote busca siempre la auténtica adecuación entre el querer de Dios y su puesta en escena en el mundo. En ocasiones verdaderamente difíciles, la tentación ante los respetos humanos y la vanidad, encontrarán su contrapeso en el abrazo sincero a la Cruz. No sólo se trata de admirar la soledad de una cruz, sino de besar, una a una, las llagas del crucificado. Éste es el colmo de la verdad, el escándalo para aquellos que sólo encuentran satisfacción en la podredumbre de las cosas que mueren. El sacerdote, ya es víctima, altar y sacrificio… Y ya nadie podrá arrebatarle el amor de sus amores.

Pensamos en María, madre de los sacerdotes, y nos brota un profundo agradecimiento, porque los contempla con ternura y ve en ellos, a pesar de tantas limitaciones, a su propio hijo, Cristo.