JUEVES VII SEMANA DE PASCUA

san Juan 17, 20-26

Pablo, listo como era, conocía muy bien a sus gentes cuando grita en pleno juicio ante las autoridades judías: “soy fariseo e hijo de fariseos, y me juzgan porque espero la resurrección de los muertos”. Los fariseos, piadosos, del pueblo, obedientes a la ley de Moisés que leen con primor de entendimiento y aplicación exacta a todos los avatares de su vida concreta, creían en la resurrección; pero los saduceos, clase alta, aferrados exclusivamente a las viejas letras y contrarios a toda novedad, no. Y se produce una gran disputa, quedando dividida la asamblea de sus juzgadores. Incluso, entonces, algunos letrados del partido de los fariseos gritan que no hallan en Pablo ningún delito.

Se llevaron a Pablo a la cárcel. Por la noche, se le apareció el Señor: “Has dado testimonio en favor mío en Jerusalén, ahora tienes que darlo en Roma”. No se refiere sólo a que haya predicado la cruz y la resurrección de Jesús en Jerusalén, ni que haya sido el primero en hacerlo, como tampoco lo va a ser en Roma, sino que ha dado testimonio a las autoridades en el sitio mismo en que ellas ejercen su potestad.

El trabajo del Apóstol en Jerusalén está cumplido. Ahora falta sólo cumplirlo igualmente ante la autoridad romana en el lugar en donde ella ejerce su potestad. Así, el anuncio se habrá cumplido: “id a todo el mundo y predicad la buena noticia”.

Jesús nos pide ser uno en él y por él. ¿Cómo podía ser de otro modo, cuando predicamos una salvación que no es nuestra, sino suya, que la aportamos nosotros si lo hacemos en él y con él? El Padre nos confió a Cristo para que estemos con él donde él está, y contemplemos su gloria.

 La Virgen María sabía que, aunque el mundo no le hubiera conocido, ella le conoció … sabía que Dios Padre le envió.