Si nos preguntaran por nuestra madre y nuestros hermanos, nos faltarían horas de conversación y nos volveríamos pesadísimos de tanta información. La semana pasada me llamó una enfermera por si podía acercarme a la habitación de un enfermo al que acababan de amputar una pierna. Estaba desolado, necesitaba ese consuelo al que los médicos no llegan. Entré en la habitación, estaba su hermana con él, ambos rondaban los 85 años. En cuanto supieron que era el capellán, la hermana se marchó, así pueden hablar ustedes más tranquilamente. ¿Y qué hizo el enfermo? Pues hablarme de su familia, de la santa de su madre, que hacía tapetitos para las mesas del salón que llamaban la atención de las visitas. Me habló de sus hermanos, del trabajo de su padre en el campo. Me puse cómodo porque aquello tenía visos de hacerse largo e intenté ponerme en modo divino, es decir, escuchar como hace Dios con el hombre, con atención y con calma.

¿Quiénes son mi madre y mis hermanos? Muchas veces nos critican a los sacerdotes porque nos ocupamos de gente con quienes no compartimos una sola neurona familiar. No somos familia de nadie, por eso te dicen, ay padre, si usted tuviera mujer e hijos ya le dolerían los problemas de casa, ya le dolerían, ya. Sin embargo, el Señor dijo que si amamos a los que nos aman, ¿qué recompensa vamos a tener?, ¿no hacen eso también los paganos? Desde el momento en que mi sobrino ha tenido su primera niña, se ha transmutado en padre, que es un espécimen extraordinariamente complejo, capacitado para la autodefensa y el afecto. Y esa operación lleva implícita toda una serie de compartimentos emocionales en común con la nueva criatura. Es la cuestión mamífera, un automatismo. Sin embargo, acompañar a un verdadero extranjero emocional, con quien no compartes ni padre, ni madre, ni siquiera un tío lejano que nació en Amsterdam, es de otra naturaleza. Es como si Dios se dijera a sí mismo, a ver hasta dónde es capaz de amar un ser humano a otro, por el mero hecho de haber sido creado único, sin más recompensa, sin más afecto que el ejercicio de darse.

No es fácil ver en otro a un hijo de Dios, es fácil ver en el hijo al propio padre. Es fácil echar la tarde con la madre, es difícil echarla con la desconocida que te pide consuelo. Pero ser discípulo del Señor consiste en reventar la condición mamífera y mirar con los ojos de Dios. Los que cumplen la voluntad del Padre no son los que realizan escrupulosamente un plan inamovible que Dios ha fijado para cada uno, eso sería seguir las instrucciones de un mecano, sino saber mirar a todo aquel que requiera mi presencia. Así se comportaban los discípulos del Señor, que no tenían ni plata ni oro, sólo las palabras de su Maestro y su cariño.