Comentario Pastoral


LA VERDADERA HUMILDAD

Nuestra sociedad es muy sensible a los ambientes sociales en los que proliferan las fiestas y banquetes. Cierta prensa exalta ostentaciones de prestigio personal, de presunción y vanidad. Quien no busca los primeros puestos es un infeliz, porque pierde la oportunidad de codearse con los que salen en portada de revista. Se tacha de ingenuo a quien denuncia tanta hipocresía y notoriedad facilona. ¿No sería mejor una sociedad que aceptase a las personas más por lo que son que por los puestos que ocupan, más por sus bondades y virtudes que por sus apariencias y relumbrones?

¡Qué oportuno es el Evangelio de este domingo! Los hombres buscamos siempre sobresalir para ser invitados y tenidos en cuenta, nos parecemos a los fariseos del tiempo de Jesús, que apetecían honras exteriores y soñaban con destacarse de la plebe. El egoísmo puede cegarnos de soberbia e impedirnos ver a los que son más dignos. La autojustificación y la arrogancia nunca son buenas consejeras.

Los fariseos (¿nosotros?) se ponían en los primeros puestos de los banquetes para mirar, observar, pasar revista, descalificar a los demás. Se convertían en jueces creyendo que así no eran juzgados. Cuántas veces las cenas y comidas son mentideros y ocasiones que menosprecian a los inferiores socialmente y que rompen la convivencia e igualdad de todos.

Los que somos invitados por Cristo a su mesa deberíamos poseer la virtud del «último puesto», que nos hace reconocer sinceramente que nuestro currículum vitae no es notable, incluso contradictorio. Ante Dios no valen pretensiones ni suficiencias, sin coherencia y humildad. La invitación nos llega no por merecimientos humanos, sino por gracia.

La humildad cristiana no consiste en cabezas bajas y en cuellos torcidos, sino en reconocer que debemos doblegar el corazón por el arrepentimiento, para que nuestra fe no sea pobre, nuestra esperanza coja y nuestro amor ciego.

La humildad es la regla para la participación en la mesa del Reino. La verdadera grandeza del hombre se mide por su riqueza interior y humana, es decir, por su capacidad de amar. La humildad no es masoquismo, sino el justo conocimiento de sí mismo para ocupar exactamente el propio lugar.

Andrés Pardo

 

Palabra de Dios:

Eclesiástico 3, 17-18. 20. 28-29 Sal 67, 4-5ac. 6-7ab. 10-11
Hebreos 12, 18-19. 22-24a san Lucas 14,1. 7-14

 

de la Palabra a la Vida

El Tiempo Ordinario representa el camino que el discípulo va haciendo, uniendo su vida con la del Señor. Sin duda, hay enseñanzas que son capitales en este camino, de fundamento, como la de hoy. El Señor, que anunciaba en los domingos anteriores dispersión, división, para después reunir, para formar un solo pueblo, nos enseña en la Liturgia de la Palabra de este domingo cual es la actitud necesaria para ser recogido: la humildad. «Procede con humildad», «hazte pequeño». Esa actitud es sabia, propia de un oído atento. Uno no va a Cristo, es recogido por Él. O en el corazón hay la humildad de dejarse recoger por el Señor, de aprender y de aceptar lo que el Maestro enseñe y diga, o uno corre el riesgo de, como decía el Señor en el evangelio del domingo pasado, no estar tan cerca como cree, sino lejos. En eso consiste el acto de humildad: en que me dejo recoger, acepto ser recogido. Mis méritos, mis honores, no me alcanzan. Mis títulos, mis aplausos, no me ponen a su nivel. Mis reconocimientos, mis virtudes, no llegan. Todos son «de la última fila». Pero su amor… es de primera línea, infinitamente más poderoso. ¿Aceptamos esto?

Esta humildad aparece dibujada en los dos ejemplos que el Señor explica en el evangelio de hoy: el del puesto de los invitados a un banquete y el de los que merecen ser invitados. Ciertamente, no busca Cristo ofrecer un tratado de buenas maneras, o de cómo aparentar, no es más fiel al Señor el que ocupa el último banco en asambleas e iglesias por egoísmo o tibieza que el que ocupa el primero por amor. El empeño del discípulo es llevado: «cuando seas mayor, otro te ceñirá y te llevará donde no quieras». El discípulo manifiesta ser adulto no cuando elige o decide lo que quiere hacer con razonamientos propios, sensatos, piadosos, sino cuando se pone a la escucha, cuando, lejos de marcarse el camino, obedece humildemente al plan de Dios. La disponibilidad del espíritu es contraria a la autosuficiencia y a la cabezonería. El discípulo se deja situar allí donde el Señor decida. No decide por un día de alta o de baja autoestima, sino por la confianza en el inmenso amor que Dios, su Padre, le tiene. Ese amor de Dios es el que se descubre el precioso valor de su vida y misión.

Por eso, aquel que vive confiando en Dios podrá recibir «una lluvia copiosa». La consecuencia para los que, en el pueblo de Israel, mantuvieron la fe en Dios, fue entrar en una tierra, en una casa, preparada por Dios para los pobres, la tierra prometida. La figura de los pobres de Yahveh, aquellos que tenían como único bien la confianza en el Señor, se ve iluminada por los discípulos en el evangelio: ellos tienen que heredar esa actitud de vivir ansiosos por recibir no otra cosa que la Palabra de Dios.

«Subir más arriba», por tanto, no es cosa que, para nosotros, deba realizarse en este mundo. Si aquí hemos sido confiados como para abajarnos, al llegar al final de nuestra vida, donde no podamos nada, escucharemos del anfitrión: «Amigo, sube más arriba». En la celebración de la Iglesia, en un banco o en otro, o mejor aún, en aquel en el que podamos percibir bien lo que se nos da, el cristiano recibe la gracia que, como un susurro, le dice al corazón: «sube más arriba». Mientras que la vanidad de lo que tenemos o nos creemos nos engaña y nos hace creer merecedores de algo, en realidad, es la gracia, no el mundo, quien tiene que elevarnos. No es el negocio, el enchufe, la apariencia, es la gracia la que mueve al corazón a la gratuidad del segundo ejemplo del evangelio, el del banquete. Y es la humildad la que hace que el corazón acepte todo ese camino y pueda seguir por la vida a Cristo. Lo otro es vanidad, y no es de Dios, sino del mundo, engaño que deja en evidencia al que se deja llevar por ella, impropio de un auténtico discípulo.

Diego Figueroa

 

al ritmo de las celebraciones


Algunos apuntes de espiritualidad litúrgica

Las tradiciones litúrgicas, o ritos, actualmente en uso en la Iglesia son el rito latino (principalmente el rito romano, pero también los ritos de algunas Iglesias locales como el rito ambrosiano, el rito hispánico-visigótico o los de diversas órdenes religiosas) y los ritos bizantino, alejandrino o copto, siriaco, armenio, maronita y caldeo. «El sacrosanto Concilio, fiel a la Tradición, […] declara que la santa Madre Iglesia concede igual derecho y honor a todos los ritos legítimamente reconocidos y quiere que en el futuro se conserven y fomenten por todos los medios» (SC 4).

Por tanto, la celebración de la liturgia debe corresponder al genio y a la cultura de los diferentes
pueblos (cf SC 37-40). Para que el Misterio de Cristo sea «dado a conocer a todos los gentiles para obediencia de la fe» (Rm 16,26), debe ser anunciado, celebrado y vivido en todas las culturas, de modo que éstas no son abolidas sino rescatadas y realizadas por él (cf CT 53). La multitud de los hijos de Dios, mediante su cultura humana propia, asumida y transfigurada por Cristo, tiene acceso al Padre, para glorificarlo en un solo Espíritu.


(Catecismo de la Iglesia Católica, 1203-1204)

 

Para la Semana

Lunes 29:
Martirio de san Juan Bautista. Memoria.

1Co 2,1-5: Os anuncié el misterio de Cristo crucificado.

Sal 118: ¡Cuánto amo tu voluntad, Señor!

Mc 6, 17-29. Quiero que ahora mismo me des en una bandeja la cabeza de Juan el Bautista.
Martes 30:
1Co 2,10b-16: A nivel humano, uno no capta lo que es propio del Espíritu de Dios; en cambio,
el nombre de espíritu tiene un criterio para indagarlo todo.

Sal 144: El Señor es justo en todos sus caminos.

Lc 4,31-37: Sé quién eres; el Santo de Dios.
Miércoles 31:
1Co 3,1-9: Nosotros somos colaboradores de Dios, y vosotros campo de Dios, edificio de
Dios.

Sal 32: Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad.

Lc 4,38-44: También a los otros pueblos tengo que anunciarles el Reino de Dios, para eso me
han enviado.
Jueves 1:
1Co 3,18-23: Todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios.

Sal 23: Del Señor es la tierra y cuanto lo llena.

Lc 5,1-11: Dejándolo todo, lo siguieron
Viernes 2:
1Co 4,1-5: El Señor pondrá al descubierto los designios del corazón.

Sal 36: El Señor es quien salva a los justos.

Lc 5,33-39: Llegará el día en que se lleven al novio, y entonces ayunarán.
Sábado 3:
San Gregorio Magno, papa y doctor de la Iglesia. Memoria.

1Co 4,6b-15: Hemos pasado hambre y sed y falta de ropa.

Sal 144: Cerca está el Señor de los que lo invocan.

Lc 6,1-5: ¿Por qué hacéis en sábado lo que no está permitido?