En el Evangelio de hoy escuchamos una enseñanza recurrente del Maestro: El que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido. Jesús no nos está dando una lección de cortesía, aunque aprovecha un acontecimiento cotidiano para enseñarnos algo sobre la vida eterna, La tentación de ocupar los primeros lugares es muy grande. Casi podríamos decir que nadie escapa a ella. La humildad tampoco es nada fácil; hay mucha humildad afectada, ensayada. Humilde es la Virgen María, que reconoce en ella la obra que Dios ha hecho, y humilde es todo aquel que se sabe receptor de los dones divinos y nunca niega que le han sido dados.

De alguna manera Dios siempre tiene que humillarnos para, después, poder enaltecernos. Ha de ayudarnos a tomar conciencia de nuestra pequeñez para después hacer desbordar en nosotros su misericordia y su bondad. Es como un camino doble. Por una parte Dios nos empequeñece y ésa es una condición para después hacernos grandes. Cuando leemos la vida de los santos continuamente nos damos cuenta de ese proceso. Hay como una parte de nuestra humanidad que se cierra a la gracia. Es cuando pensamos que solos nos bastamos para alcanzar la plenitud de la felicidad. Entonces Dios sale a nuestro encuentro y nos deja fracasar, o permite que tropecemos A partir de ahí, si aprendemos la lección y confesamos nuestra insuficiencia podemos aspirar a recibir socorro.

Hemos sido llamados a la mesa del Señor. Participar del banquete eucarístico es un gran privilegio. Pero hemos de acercarnos a él con santo temor. Porque lo que se nos da es muy grande: el mismo Jesús se ofrece como alimento. Ocupar el último lugar tiene aquí el sentido de saber que hemos sido convidados sin merecerlo. Jesús nos ha agregado a los suyos por pura bondad. Al decirnos lo que nosotros debemos hacer al organizar una fiesta, esto es, invitar a los pobres, lisiados, ciegos…, nos está indicando lo que Él ha hecho con nosotros. De esa manera aprendemos también el orden de la caridad. Porque Dios nos ha amado sin merecerlo, nosotros también hemos de amar a aquellos que, en un pensamiento según el mundo, no podrán correspondernos. Elegimos porque hemos sido elegidos y lo hacemos siguiendo las huellas del Maestro, por pura liberalidad.

El camino que conduce a amar de corazón a los pobres se inicia reconociéndonos nosotros mismos como mendigos. Por ello no podemos aspirar a los primeros puestos, ya que no corresponde al hombre decidir su lugar junto a Dios, sino que es Dios quien debe concederlo. Romper esa dinámica es olvidar el primado de la gracia.

Mediante nuestras acciones en la tierra, el uso de nuestra libertad, correspondemos al don recibido. Porque es don, hace que siempre nos sepamos pequeños. Es Dios el que obra en nosotros y hace maravillas a través de nosotros. En el último lugar siempre encontramos a Jesús, el Hijo eterno del Padre, que se abajó y tomó la condición de esclavo. El que se nos da en la Eucaristía es el mismo que lavó los pies a sus apóstoles y nos ha purificado con su sangre. Mientras permanecemos en el último lugar podemos contemplar a Jesús, dejarnos amar por él y aprender a amar a los demás.