La fe es un asunto demasiado serio para hablar de ello con demasiada ligereza. Pensemos en cuántas personas, a veces familiares o amigos muy queridos, carecen de fe y sin embargo, son personas extraordinariamente valiosas y en ocasiones también muy inteligentes.

Hablar con tan poca seriedad de la fe sería respetar poco a tantos de ellos.

Se habla también inadecuadamente de la fe cuando tenemos de ella una idea demasiado primitiva, una visión poco crítica, según la cual la fe nos haría la vida más sencilla. Sabemos que esto no es cierto. Me ha ayudado mucho durante esta semana, leer y meditar los pasajes del libro de Job en los que se pone de manifiesto cómo ser fiel a Dios, más aún ser amigo suyo, no solo no te confiere ningún trato de favor, sino que a veces parece incluso que pase lo contrario. En realidad, la vida no es ni más fácil ni más difícil por el hecho de tener fe.

Tampoco caracterizamos bien la fe cuando la consideramos como una prolongación de la razón sin más. En este sentido podemos pensar que con la razón llegamos hasta un cierto punto y con la fe vamos más allá. Esto siendo en parte cierto, no hace justicia a la realidad tal y como es. Para el creyente la razón no es autónoma, sino que está iluminada por la fe y la fe no es irracional, por tanto ambas se sostienen y complementan mutuamente.

Pero dejemos de dar rodeos y preguntémonos que es la fe. Nadie como Jesús, el maestro, nos lo ha sabido explicar.

La fe es a la vez lo más pequeño, como un grano de mostaza; y lo más grande, como un árbol que da cobijo a las aves en sus ramas.

Por eso entre una persona con fe y otra sin fe, exteriormente no encontramos diferencias pero interiormente se trata de dos visiones de la realidad completamente distintas.

La fe es hermana y pertenece al mismo ámbito que la duda. Por eso se manifiesta precisamente en los momentos en los que hay que dar un paso en confianza. Si tuviéramos que describir visualmente lo que estamos, intentando decir, imaginemos una persona que repite una y otra vez: “ no, no, esto es imposible”. Y a otra, que por el contrario, afirma: “ esto es imposible para mí, pero nada es imposible para Dios“. Esta es la diferencia y en algunos casos, algo tan pequeño supone mucho, por no decirlo que representa un mundo. Por ejemplo pensar: “esta enfermedad no tiene cura” o “no conocemos cura para esta enfermedad, pero sabemos que hay un médico que sí la conoce”. La diferencia es radical; en el segundo caso existe una esperanza de curación.

Así aparece la fe en el evangelio. La fe de María: ser virgen y madre, engendrar en su carne al hijo de Dios. Todo esto es imposible, pero nada es imposible para Dios.

La fe de los sirvientes en Caná de Galilea, que ante la exhortación de María: “ haced lo que él os diga“, obedecen a Jesús que les pide que llenen seis cántaros de agua hasta los bordes. Obedecen aún sabiendo que lo que hacía falta porque escaseaba era el vino y no el agua. Obedecen Marta y María cuando Jesús les pide que retiren la losa del sepulcro de su hermano. Obedecen aún sabiendo que ya llevaba cuatro días muerto y ya olía su cadáver descompuesto.

Y así tantos otros ejemplos, en los que aparece descaradamente la distancia entre lo que el hombre puede por sí mismo, y lo que sucede cuando obedece y confía en Dios. Como sentencia la primera lectura de hoy: “el justo vive la fe“.

Por eso se entiende que Jesús exponga a continuación esta parábola del siervo, que al final de la jornada se limita a reconocerse como un siervo inútil, a quien no hay que agradecerle lo que hace, porque simplemente ha hecho lo que tenía que hacer.

Eso es lo que somos los creyentes. No tenemos ningún mérito porque todo el mérito es de Dios. Solo podemos contar en nuestra haber el hecho de confiar y, a Dios dejarle hacer, dejarle obrar.

Dejemos de querer ser quienes modelan su propia vida y pretenden ser los únicos autores de su historia. Dejemos a Dios ser dios y disfrutemos de nuestra condición de criaturas. Pongámonos confiadamente en sus manos y consintamos su acción en nosotros,  él nos llevará a una plenitud insospechada. Y al final de nuestros días, como Jesús, podremos descansar en paz musitando con nuestros labios un “todo se ha cumplido” y un “a tus manos señor encomiendo mi espíritu”.