En mi parroquia se producen robos con demasiada frecuencia. Casa de muchas puertas —y de mucha gente—, difícil de guardar y vigilar. El otro día se llevaron a plena luz del día los palés europeos de los alimentos que repartimos en cáritas. Ha habido robos de cosas más valiosas, sin duda.

Lo que hoy dice Jesús yo me lo he imaginado mil veces: en mi mente aparece la película de pillar in fraganti al mangante, queriendo rebobinar en el tiempo y haciendo de dueño de la casa, vigilante. Lamentablemente luego vuelvo a la realidad del vacío que provocan las desapariciones forzosas de materiales. Busco consuelo pensando que quizá sea por necesidad. Pero la sensación de impotencia no te la quita nadie. Intuyo que esto mismo te ha pasado también a tí, querido lector.

Estamos ultimando la puesta en marcha de los sistemas electrónicos necesarios que nos permitan disuadir a los amigos de lo ajeno. Y, si lo vuelven a hacer, al menos le pondremos rostro a su cara dura.

Lo que hacemos para proteger la vida material, Jesucristo lo lleva hoy al campo de la vida espiritual. El evangelio es esa fuente constante de sabiduría en que de lo humano pasamos a lo divino de modo natural, comprensible, práctico y directo. Las parábolas de la vigilancia que leemos estos días nos alertan de nuestros sistemas de seguridad en el alma para evitar que nos roben los bienes más valiosos que poseemos: nuestra fe en Jesús, la vida espiritual, nuestros valores, las conquistas hechas a nuestros defectos y pecados.

Jesucristo no viene desde fuera: está dentro. Y debemos vigilar para que nadie nos lo robe.

Son muchos los ladrones. Pero los peores son aquellos que entran en la casa de la mano de la confianza. Dejarnos llevar de la apariencia de ciertas ideas comúnmente aceptadas que son mentiras bien envueltas, o podredumbre cubierta de especias bienolientes puede acabar siendo la ruina del alma.

Perseveremos unidos a Jesús, a María, a los santos y a la Iglesia, nuestra Madre.