Comienza el tiempo de Adviento, comienza el largo, larguísimos camino a Belén, no porque esté lejos físicamente, al fin y al cabo podríamos presentarnos en la Ciudad de David en relativamente poco tiempo. Tampoco por el tiempo que dura el adviento, 4 semanas en nuestras vidas es bastante poco, en cuanto te descuidas y empiezas a peinar canas, el Adviento es poco más de un suspiro, y podría pasarnos que, un año más, sin darnos cuenta nos encontremos en la fría cuesta de enero sin haber disfrutado del tiempo más especial de año.

El Adviento, el tiempo de la esperanza, se caracteriza no por el aburrimiento, esperar es siempre algo tedioso que nos atrae muy poco, sino por el movimiento. La misma Navidad es tiempo de movimiento, la mayoría de los Villancicos ponen esto de manifiesto, la necesidad de moverse hacia Dios, de ponerse en camino, de acercarse al pesebre.

Y es que a Dios no se le puede conocer sentado en la comodidad de la mediocridad, a Dios sólo se le encuentra en movimiento, porque Él mismo esta siempre en movimiento, o acaso Jesús estableció una escuela en Nazaret y la gente tenía que ir a verle allí, de eso nada, todo lo contrario, Jesús vivió como predicador itinerante, saliendo al encuentro de cada oveja perdida.

Así que ánimo, pongámonos en camino a Belén. Pero no podemos andar como andan nuestros contemporáneos (a veces yo también actúo así), con los cascos puestos, mirando al móvil, absortos en nuestro mundo, sin ver lo que nos rodea, sin ver a los prójimos, sin ver los peligros del camino, o lo que es peor, sin disfrutar del gozo de andar, de la belleza de lo vivido, de la exuberancia de lo que nos regala el Señor en los hermanos, en la creación, en la vida misma.

Por eso la constante invitación a permanecer alerta en este tiempo, porque tantas veces Dios quiere hacerse el encontradizo con nosotros y tantas veces pasa desapercibido a nuestro lado, que confundimos el camino a Belén con cualquier callejón sin salida.

Que María, Madre de Nuestra Esperanza, empuje nuestros corazones, nos ayude a ponernos en camino y nos proteja hasta que nuestros corazones, humildes peregrinos puedan ponerse a los pies del Niño de Belén, del recién nacido al que cantaremos aquel tradicional villancico, el Trasneamus usque Bethlem, con el que hemos titulado esta reflexión y que, casi sin quererlo, se ha convertido en nuestro verdadero propósito para este Adviento.