No sé si el lector conocerá las andanzas de una de las figuras señeras del siglo XX, Simone Weil. Filósofa francesa, número uno de su promoción en la universidad de la Sorbona, en la que también descollaba Simone de Beauvoir, aunque llegó segunda a la meta. Es una mujer que a muchos nos tiene fascinados por la hondura de su pensamiento. Delgadita, con cara de halcón peregrino, feúcha como una lechuga con tierra, una judía de espíritu aristocrático que quería estar al lado de quienes más sufrían, y al final de su vida quiso bautizarse en la fe católica. Es que no podía estarse cruzada de brazos, en esto era incorregible. Quiso experimentar los arduos trabajos de los operarios de las fábricas de París y hasta allí se marchó, trabajando como fresadora en la Renault. Participó también en la guerra civil española y quiso al final de su vida vendimiar con otros trabajadores en algunos campos próximos a Paris.

Una amiga suya le preguntó por qué quería trabajar con los agricultores, con todo lo que llevas dentro, Simone, y con todo lo que tienes que decir. La respuesta de Simone Weil fue contundente: si no hubiera trabajado en el campo, habría cosas que no hubiera podido decir.

Se conservan muchos textos dispersos de su pensamiento, y quiero considerar uno que hoy nos viene al pelo. Siempre se nos ha enseñado que la imagen más adecuada del amor es la de los dos enamorados que arrancan cada uno de una parte de la playa hasta fundirse en un aparatoso abrazo. Simone Weil, partiendo del Evangelio, no estaría en absoluto de acuerdo. En la fe cristiana es el hombre quien espera en silencio, quieto, orante, a que Dios le llame. Es del hombre atento de quien depende el encuentro, de su inmovilidad atenta y fiel. Ahí es nada. Según la filósofa francesa, en ninguna parte del Evangelio se habla de la búsqueda realizada por iniciativa del ser humano. Éste sólo da el primer paso cuando ha sido llamado. La novia del cantar de los cantares debe esperar. El esclavo vela mientras espera a que su señor vuelva. El que va por los caminos ni tan siquiera pide ser invitado, se ve comprometido en una boda en la que parece que no tiene ni arte ni parte.

Pese a depender de la iniciativa de Dios, durante este proceso de revelación gradual, hay que realizar un esfuerzo que no pertenece directamente al ámbito de la acción, aunque resulta muy costoso. Consiste en mantener la mirada orientada hacia Él, volvérsela a dirigir cuando se aparta y aplicarla cada instante con toda la intensidad de la que uno sea capaz. En el instante en que Santa Isabel es visitada por su prima María, es cuando la criatura que lleva en su seno salta de alegría. Isabel no se pone en camino, es María, como hace el mismo Dios con nosotros.

Por tanto, Él está en camino, sólo espera que los suyos le reciban.