Esta semana tuve un encuentro con amigos en el que hablamos de la importancia de ser ambiciosos. El que no ambiciona nada, muere en vida. Quizá la clave de la existencia esté en eso que llamamos ambición, porque la ambición suena a pecado capital, pero no es más que un instrumento de acceso a lo que consideramos importante. San Pablo lo dijo claramente, hermanos, ambicionad los carismas mejores. No dijo sólo id a por esos carismas, sino ambicionadlos. Porque en cualquier recorrido uno se cansa, pero quien ambiciona algo, lleva el corazón siempre encendido. Les pasó a los discípulos del Señor, lo dejaron todo y se pusieron a su lado, y desde entonces ya nada les separó de Él.
¿Cómo nace una ambición? Casi siempre del silencio, de la atención, de la contemplación. Tengo un sobrino actor de teatro que de pequeño se quedó fascinado, stupito dicen hermosamente los italianos, ante el primer Rey Lear de su vida. Quizá no entendiera ni la mitad de lo que se decía en escena, pero allí de repente puso su corazón. No hizo más que escuchar y dejarse poseer por el asombro de aquello que sucede en un escenario que, aunque no parece verdadero, lleva toda la verdad del ser humano. Con Cristo pasa lo mismo. La fe cristiana no es una religión de preceptos, es una persona con la que se convive. Cuando Felipe le dice a Natanael que aquel de quien escribieron Moisés en la Ley y los profetas, lo había encontrado, añadió ven y verás.
Los pastores, los niños del pueblo de Belén, la gente de paso, los Magos de Oriente, los curiosos, todos echaron un vistazo en aquella gruta para saber qué ocurría allí dentro. Nadie empieza su vida de fe sin asomarse a los grandes misterios de la vida del Señor, sin estarse quieto y penetrar en su intimidad. Los maestros de la fe hablan siempre del silencio de la oración como la guía para conocer a Cristo. Es el instrumento eficaz.
Por eso os hablo ahora de San Pedro de Alcántara, el confesor de santa Teresa de Jesús. Para saber cómo entrar en el silencio, ha dejado escrita la diferencia entre meditación y contemplación. La primera se refiere al estudio de las cosas divinas, como el que golpea en la roca para sacar la chispa. La contemplación en cambio es haber sacado ya la chispa, “haber sacado ya el afecto y el entendimiento que se buscaba, y estar en reposo y silencio gozando de él”. Como se goza de la vecindad de quien se ama.
Ambicionad el silencio para no dejar que la vida sea un arroyuelo que se pierde en zonas pantanosas. El silencio escucha a Dios, el ruido sólo atiende al azar. Como dicen los textos del Carmina Burana, esos poemas medievales satíricos, “destino monstruoso y vacío, rueda que gira y gira eres perversa, el bienestar es vano y siempre se disuelve en nada”. Si no somos como los pastores, no aprenderemos a rezar y el monstruoso destino del azar nos engullirá.
Querido hermano
«Mi gracia te basta», de Pablo o el poema de Santa Teresa de Jesús: «Nada te turbe. Nada te espante. Todo se pasa. Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza. Quien a Dios tiene, nada le falta. Solo Dios basta».
Al finalizar el año vendrás y escucharás muchos buenos deseos; algunos sinceros; otros oportunistas, tipo de: «Que lo mejor del año que acaba, sea lo peor del año que comienza». Pero no olvides que tú eres lo mejor del año que acaba y lo mejor del año que comienza.
Y eres tú quien, de la mano de Dios, tienes que dar lo mejor, tienes que saborear tu vida, tienes que creer en ti, también con tus flaquezas y debilidades. Pero eres lo mejor que hay en la vida, no lo olvides.
A pesar de que hoy descubras que podías haber vivido más intensamente y mejor, no te preocupes. En este ratito de oración, al que te he invitado: respira, dale gracias a Dios y pídele vivir de su gracia y alcanzar la plenitud de lo que Dios quiere en tu vida.
Que termines bien el año. Reza cada día el Santo Rosario.Sé voluntarioso, ayuda al más necesitado. Ora por otros. Tu hermano José Manuel.