El Apóstol San Juan es testigo de primera mano del misterio del Hijo de María. Ha visto con sus propios ojos y palpado con sus manos a Dios hecho hombre. El amor de Dios por cada uno se hace visible, tocable, audible… El amor no es fundamentalmente un afecto, un deseo o un sentimiento. En la encarnación, Dios manifiesta cómo el amor es entrega, abajamiento. Él, siendo de condición divina, se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, haciéndose semejante a los hombres (Fp 2, 6-7), que se hizo pobre por nosotros, para que nosotros fuésemos ricos por su pobreza (cf. 2 Co 8).

El Espíritu Santo nos revela a través del Apóstol Juan, que Dios es Amor (1 Jn 4,8). Es decisivo no olvidar esto, que hay un amor que nos precede, porque no somos amados por ser buenos sino porque Dios “es amor”. “Oye cómo fuiste amado cuando no eras amable; oye cómo fuiste amado cuando eras torpe y feo; antes, en fin, de que hubiera en ti cosa digna de amor. Fuiste amado primero para que te hicieras digno de ser amado” (San Agustín, “Sermón 142”). San Juan nos ha mostrado en diversos escritos que ese amor nos hace hijos suyos, hijos “que no han nacido de la sangre, ni de la voluntad de la carne, ni del querer del hombre, sino de Dios” (Jn 1, 13). Es ese amor el que le hace salir “corriendo” ante la noticia de la Magdalena de que el sepulcro de Cristo está vacío.

Estamos llamados a ser testigos de ese amor de Dios. Anunciar lo que hemos “visto y oído” y que esto pueda cambiar nuestros corazones. “Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo (…) He aquí el descubrimiento sorprendente: mi esperanza, nuestra esperanza, está precedida por la espera que Dios cultiva con respecto a nosotros. Sí, Dios nos ama y precisamente por eso espera que volvamos a él, que abramos nuestro corazón a su amor, que pongamos nuestra mano en la suya y recordemos que somos sus hijos” (Benedicto XVI, “Homilía I Domingo de Adviento 2007”).

Pidamos al Niño Dios con el Salmo 24: “Recuerda, Señor, que tu ternura y tu misericordia son eternas. No te acuerdes de los pecados ni de las maldades de mi juventud; acuérdate de mí con misericordia, por tu bondad, Señor” (Salmo 24, 6-7). Sabernos mirados así cambia nuestro corazón. “Nada hay que mueva tanto a amar como el pensamiento, por parte de la persona amada, de que aquel que la ama desea en gran manera verse correspondido”. (San Juan Crisóstomo, Homilía 14,1-2; sobre 2ª Corintios).

Que María, Madre del Amor Hermoso nos lleve a aceptar el testimonio de San Juan para estar en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo y así nuestro gozo sea completo.