“Herodes montó en cólera y mandó matar a todos los niños de dos años para abajo, en Belén y sus alrededores”. Versículo que nunca debería dejar de estremecernos, entre otras cosas, porque es una historia que deja de repetirse en la humanidad. La muerte injusta está presente en la vida de Jesús desde su nacimiento. Para acabar con él, para frustrar el designio de Dios, los “poderes del mundo” y el enemigo no se detiene ante una locura como matar las personas más indefensas.

¿Qué le hace a Herodes montar en cólera, hasta el punto de mandar matar a niños inocentes? En unos versículos previos se nos da el motivo: “Y tú, Belén, tierra de Judá, no eres ni mucho menos la última de las poblaciones de Judá, pues de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel”. Es el temor de perder su estatus de rey, de jefe de su pueblo Israel. Y para asegurarse su eliminación no se conforma con matar a los recién nacidos, sino que manda matar hasta los nacidos hace dos años y no conformarse con la ciudad de Belén, sino llegar hasta sus alrededores.

Esta no es una historia pasada. Hoy sigue repitiéndose. San Juan Pablo II en una Encíclica profética escrita en 1995 (¡hace más de 25 años! y parece escrita hoy). Nos dará muchas luces releerla: “Estamos frente a (…) una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera «cultura de muerte». Esta estructura está activamente promovida por fuertes corrientes culturales, económicas y políticas, portadoras de una concepción de la sociedad basada en la eficiencia. Mirando las cosas desde este punto de vista, se puede hablar, en cierto sentido, de una guerra de los poderosos contra los débiles. La vida que exigiría más acogida, amor y cuidado es tenida por inútil, o considerada como un peso insoportable y, por tanto, despreciada de muchos modos. Quien, con su enfermedad, con su minusvalidez o, más simplemente, con su misma presencia pone en discusión el bienestar y el estilo de vida de los más aventajados, tiende a ser visto como un enemigo del que hay que defenderse o a quien eliminar” (n 12). Son miles, sólo en Europa, las personas a las que se les ha aplicado la eutanasia (provocarles la muerte) sin consentimiento de aquel a quien se la aplican sino a petición de familiares, tutores o sanitarios. De este mod se pretende quitar “la carga” de cuidarlos, muchos de ellos son personas con enfermedad mental o neurodegenerativas. Los abortos se cuentan por millones en el mundo. Igualmente son millones, los embriones humanos congelados como fruto de la fecundación “in vitro”, que son personas y de los que nadie se considera responsable ni cuida.

Se hace especialmente urgente el reconocimiento del valor de cada vida humana. Necesitamos mirar al Niño Dios en el pesebre, “pequeño e indefenso”, siendo el Verbo por el que todo ha sido hecho, como nos enseña San Juan en el prólogo de su evangelio. Necesitamos clamar como Raquel en Ramá que llora por sus hijos, y rehúsa el consuelo, porque ya no viven.

Tú, Señor, eres el custodio y el guardián de nuestras vidas. Necesitamos reconocer que “si el Señor no hubiera estado de nuestra parte, cuando nos asaltaban los hombres, nos habrían tragado vivos: tanto ardía su ira contra nosotros”.

Necesitamos imperiosamente volver la mirada a quien es el autor de la Vida verdadera. Madre, no dejes de interceder por nosotros.