Marcos 3, 1-6

 

Resulta duro observar en el evangelio al Señor ver a los que le rodeaban con una mirada de ira. Ya se entiende que esa “ira” de Dios no es la ira del “pecado capital”, sino ese dolor profundo por enfrentarse con hombres de piedra, más que con hombres humanos, con capacidad de conmoverse, con capacidad de ver el lado bueno de las cosas, con capacidad de aprender … Ante esos profetas de desventuras, agoreros, y gente recalcitrante, el Señor se pone triste y mucho más: los mira con “ira”.

¿Y por qué no los fulmina? ¿Y por qué no los cambia sobre la marcha haciendo de ellos gatitos sumisos? Porque el Señor quiere hombres libres y no marionetas. El Señor quiere que sean capaces de buscar la verdad y la encuentren, y después, reconociendo la verdad, la amen. El Señor no fuerza. Si nosotros fuéramos Dios lo haríamos de otra manera, no cabe duda, utilizaríamos métodos más contundentes, quizá. Pero por eso somos hombres y no somos dioses, porque no sabemos ser lo que Él es … verdadero Dios.

Uno se encuentra a cada paso a gente que parece tener todas las “vocaciones” excepto la suya, y son expertos en ponerse en el lugar de los demás para hacer las cosas (desde la barrera) mejor, mucho mejor que ellos. Y la gente tiene vocación de padre ideal, de hijo perfecto, de jefe idílico, de obrero sumiso, de marido amoroso, de mujer obsequiosa, y por supuesto, de presidente de gobierno, fiscal general del estado … y termina diciéndote que si él fuera Dios lo arreglaba todo “de un plumazo”.

Pero resulta que para colar goles no basta hacer aspavientos desde el sillón de casa, para ser padre no solo hace falta ver las cosas con mentalidad de hijo adolescente, y así hasta el infinito. Vivir vidas ajenas y organizar la vida a los demás es fácil; lo complicado es organizar la propia vida.

La pregunta del Señor a aquellos hombres podríamos hacérnosla cada uno: “¿Qué está permitido hacer en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo? ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?”. Dejemos los juicios a los demás y respondamos a esas preguntas sencillas: “yo ¿qué estoy haciendo? ¿cómo hago las cosas?”. Hacer el bien y dejarse de tonterías no es ninguna bobada.  

Quizá podamos escudarnos en que ése o aquél no están a la altura, en que los tiempos no son propicios, en que… las mil y una cosas que sirven de excusa. Pongamos el corazón a remojo, a ver si se reblandece un poco. Y después, sin juicios a nadie (como hacía la Virgen María) miremos al Señor. Se cruzará nuestra mirada con la suya, y veremos que sus ojos nos miran de otra manera. Seguro que María Santísima nos ayuda a ver las cosas con la mirada de Dios.