Domingo 5-2-2023, V del Tiempo Ordinario (Mt 5,13-16)

«Vosotros sois la sal de la tierra». Resuenan de nuevo las palabras de Jesús. Cada palabra, cada sílaba, cada letra, no ha perdido su fuerza. El Maestro de la Verdad abre su boca y hoy –a nosotros, sus discípulos– nos vuelve a enseñar con sus palabras del Sermón de la Montaña. Lo sabemos bien, «la palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo; penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu» (Hb 4,12). Y esta palabra de hoy se clava en nuestra alma y en nuestro corazón. Jesús llama a sus discípulos «sal de la tierra» y «luz del mundo». ¿Qué tienen en común ambas imágenes? Tanto la sal como la luz no existen para sí mismas, no tienen sentido por sí solas. La sal existe para salar los alimentos; la luz, para iluminar los objetos. El Maestro lo deja muy claro: los discípulos no existen para sí mismos, sino para los demás. Jesús llama a los cristianos para una misión que es más grande que ellos mismos. Mi vida sólo tiene sentido si la vivo «para» mi familia, mis amigos, mis compañeros de trabajo, la sociedad; mi felicidad sólo la encuentro en don de mí mismo «por» el otro. Lo proclamó de manera magistral el Concilio Vaticano II: «el hombre, única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí mismo, no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás» (Gaudium et spes, n. 24).

«Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente». ¿Y para qué sirve la sal? Nos resulta evidente: la sal sirve para dar sabor a los alimentos. Y, por eso, es misión de los cristianos dar sabor evangélico a todas las nobles actividades humanas. Todos los bautizados –y de modo especial los laicos– tienen la misión de llenar de sentido humano y cristiano el mundo: la familia, el trabajo, la política, la economía, la sociedad, el ocio, la salud… Ser sal en todos los ambientes, para que en todos los ambientes haya un sabor distinto. Ese sabor del respeto a cada persona, del cuidado de toda vida humana desde su concepción hasta su fin natural, de la defensa de la familia, de la justicia y la paz, de la búsqueda del bien común, de la libertad religiosa, en fin, el sabor de los auténticos valores evangélicos. Pero los antiguos sabían bien que la sal era muy útil también para preservar los alimentos de la corrupción. Antes de que se inventaran las neveras, los alimentos se conservaban en sal. Los cristianos tenemos la tarea ineludible de denunciar el pecado del mundo y preservarlo de la corrupción de la maldad. No nos podemos dejar llevar por el ambiente, por el qué dirán, por el “se hace…” o por lo políticamente correcto. O luchamos contra el pecado o seremos cómplices de la corrupción de la sociedad. Porque «si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?»

«Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín». Y la luz sirve para iluminar. La fe es luz, como nos recordó el Papa Francisco en su primera encíclica Lumen Fidei: «Quien cree ve; ve con una luz que ilumina todo el trayecto del camino, porque llega a nosotros desde Cristo resucitado, estrella de la mañana que no conoce ocaso» (n. 1). No podemos guardarnos esa luz para nosotros mismos. Eso sería contradecir nuestra misión. La luz tiene que brillar en medio de las tinieblas para disipar la oscuridad. Nuestra fe debe iluminar la noche en la que viven tantos de nuestros contemporáneos. Es esta la gran tarea de todos los cristianos: «tan importante es el puesto que Dios les ha asignado, del que no les es lícito desertar» (Carta a Diogneto, cap. 6).