Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, ricos y pobres, catedráticos y analfabetos, cristianos y ateos. Hay una cosa que nos une a todos. El sufrimiento. En la cama del hospital se da la verdadera democracia. Ese pijama que llevan los enfermos y que deja al descubierto las retaguardias nos iguala a todos. Un amigo mío, teólogo, coincidió en la habitación del hospital con un magistrado y un agricultor, compartiendo muchas horas de dolor y semidesnudez. Decía que no podía imaginar ninguna otra circunstancia en la que los tres pudiesen ser tan iguales y amigos. El dolor es revelador. El dolor nos pone en nuestro sitio. Nos baja de nuestros pedestales y nos despierta de nuestros sueños de grandeza. El pecado tiene que ser algo muy gordo para que nuestra redención pase por que el Hijo del Hombre haya tenido que saborear hasta las heces el cáliz del dolor. Solo la cruz puede deshacer la mentira de querer salvarnos a nosotros mismos, el camino falso del triunfo, el espejismo de una vida color de rosa. La cruz es el antídoto contra el veneno del orgullo y la droga del poder. El dolor nos recuerda que somos hombres, que somos polvo, pero también que estamos destinados a la gloria. Y sin embargo no lo queremos ninguno. Lógico, no somos masoquistas. El niño no quiere que le duelan los dientes pero nunca siente a su madre más cerca y más volcada con él que cuando le duelen los dientes. El dolor no tiene nada de bueno. Lo bueno es que ni en el dolor estamos abandonados. ¿Conoceríamos el Amor de Dios sin el dolor?