No es normal hacer las cosas tan lentas. Dios se toma millones de años en poner al ser humano sobre la tierra. Le preparó el terreno con una prehistoria larguísima, un pedregal de acontecimientos que no competían directamente al que sería la criatura nacida a imagen y semejanza de su creador. Hizo cosas muy insignificantes para el desarrollo del ser humano, y realidades, además, que la conciencia humana jamás descubrirá, como los dos billones de galaxias que pueblan eso que llamamos cielo. Pero así es Dios, un niño disfrutón que el día de Reyes le regalaron la oportunidad de desplegar su creatividad con una varita mágica y no dudó en hacerlo hasta el extremo, y desde entonces lo hará todo así, hasta el extremo. Ya lo dice el evangelista, “los amó hasta el extremo”.

Le cuenta su madre al oído, que los novios de la boda a la que han sido invitados no tienen vino, y del agua saca tanto vino que habría que tirarlo, porque los convidados ya no podían más. Nace en el seno de una mujer, vive atado a su familia y no deja de hacer mesas y sillas hasta que cumple treinta años. Su medida es la ausencia de velocidad, ¿quien dijo prisa? Ahí está el mar, tan enigmático, tan insondable, tan nacido de las manos de quien no quiere fronteras, hasta que las aguas alcanzan una orilla y ese bullir de peces y ballenas que el hombre jamás verá, muere en una playa de Gandía sin hacer ruido, sin apenas espuma. Esa es la sorprendente medida de Dios.

Jesús es susceptible al halago, a que alguien se fije en Él, pero no por vanidad sino porque toda su ternura queda sacudida en un instante. Un ciego le grita que por favor le devuelva la vista, y no se lo piensa dos veces. Abandona las leyes de la naturaleza y le pone de nuevo al frente de la creación para que alcance aquello que dejó de ver. A Dios le dices ven, y lo deja todo. Una niña dice hágase, y se hace hombre. Un soldado lo escupe en la cara y le deja hacer. ¿Cuál es la medida de Dios?: el niño. Porque en cuanto vio a un niño en la plaza, mientras hablaba a las gentes de cosas muy sesudas: del Reino de Dios, de quién sería el más grande, va y lo llama, lo pone en el centro, lo abraza (el chaval estaría todo azorado), y le dice que sólo podrá entrar en ese Reino que no es de aquí, porque el chaval va sin armas, sin escudería, sin marketing, sin autobombo, va sólo con una mano tendida que busca a quien le diga por dónde hay que ir, y eso al Señor le gusta.

¿Cómo paga Dios? Jamás con dinero, paga con medida. Si le das tiempo, más tiempo te dará, si le das amor, te lo centuplicará. Si le das el corazón, te da el ciento por uno. Si le das la vida, Él te da vida eterna. Si le dices que te perdone porque has robado o has matado a tu vecino, él te propone el Cielo, y entonces las palabras del buen ladrón se convierten en la medida de Dios.

Y todo es así de inaudito. Es mejor que no comprendamos toda esta locura, ¿no?, y nos quedemos con nuestra medida, tan mezquina.