Muchas veces cuando el Señor narra las parábolas, no está haciendo más que poner en ficción las cosas que le pasaban a diario. Por ejemplo, la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro finaliza con una frase lapidaria, “si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”. Es decir, que si los testigos de la verdad no llegan a tocar el corazón de quienes los escuchan, los grandes milagros son pura ceniza.

Así pasó exactamente cuando el Señor resucita a su amigo Lázaro. En uno de los momentos más dramáticos de su vida en la tierra, porque la muerte de un amigo es algo que no se tolera sin estremecimiento, el Señor toma la decisión de devolverle la vida. Un milagro de ese calibre, diríamos que es un milagro desproporcionado, la madre de todos los milagros. Y pensaríamos que después de algo así es imposible no creer que Jesucristo es el Hijo de Dios, el Mesías esperado, y caer de bruces a sus pies, y seguirle a donde quiera que fuese, etc. Pero no fue así, en el momento en que el dubitativo Lázaro, recién espabilado del lugar de los muertos, se empieza a quitar las vendas del cuerpo, los jefes de los fariseos traman el arresto de Nuestro Señor, y los miembros del pueblo empiezan a afinar su famoso grito: ¡crucifícalo!, ¡crucifícalo! Porque al hombre no le sirven los milagros.

La gente que comió aquellos panes que salieron de una canastilla, en la que había cinco pedazos mal contados, se quedó satisfecha y feliz de haber participado en un espectáculo, pero nadie siguió al Maestro. Nueve leprosos salieron corriendo una vez que descubrieron que las llagas se les habían caído del cuerpo. Volvieron a su casa y a sus familias. Sólo uno se acordó del Maestro y regresó para darle gracias. El Señor nos dice en la parábola de hoy que si nos nos perfora la palabra de Dios hasta la juntura de los huesos, nada podrá convencernos de la existencia de Alguien que nos ama hasta el extremo.

Por eso deberíamos pedir milagros sólo si estamos dispuestos a una seria y profunda conversión personal. Es que ahora están muy de moda las listas de oración por la curación de enfermos. Y parece que, por apuntarse, uno aporta su cuota de influencia para “convencer” a un Dios que parece demandar folios con la firma de los participantes. Sólo deberíamos pedir milagros si estamos dispuestos a acometer un verdadero cambio de vida personal. Si no, seremos como Lázaro, que vivió unos años más, pero volvió a morir, y ya fue su segunda muerte. O como el ciego que recuperó la visión, no sabemos si fue el hombre más feliz de la tierra, pero los que vemos sabemos que no somos mejores personas por no andar a tientas.

El Papa Francisco bien que se obstina a diario en lo mismo, “leed la Palabra de Dios, ahí está todo lo que necesitamos para entender nuestro destino”. Leer la Escritura y guardarla en el pecho. Que no hay más para entender el abc de la fe.