Algo tenía la casa del Padre que al hijo pródigo le hizo volver. No fue el hambre, sino el ambiente de confianza que había dejado atrás, la relación tan profundamente filial, el estado de libertad. Algo muy poderoso tiraba de él mientras le crujían las tripas, y no era la comida.

A veces un pequeño trazo en el aire de un relato, lo dice todo sobre lo que se nos quiere contar. Había confianza en aquella familia. El hijo le dice al Padre que quiere su parte, y el Padre le contesta que adelante. No hay dramas ni manos que llevarse a la cabeza, no hay conversaciones interminables de un padre asustado por la imprudencia del hijo, no hay estrategias de disuasión. Hay una entera libertad, ancha, larga, profunda. Es más, el Padre intuye que ha regalado tanto a su hijo, que vaya donde vaya, el calor de lo recibido no podrá jamás abandonarlo. Por eso salía cada noche a la puerta de su casa, porque se fiaba de aquello que había sembrado en el corazón del hijo.

Hay hogares en los que lo esencial no está a la vista, se esconde o se ignora. El padre que llega tarde a casa prefiere encontrarse a sus hijos ya dormidos para que no le compliquen más su larga jornada laboral. Hay madres tan vencidas por el miedo de lo que sus hijos encontrarán “ahí fuera”, que escogen una hiperprotección enfermiza, como en aquella canción de Golpes Bajos, “no mires a los ojos de la gente, me dan miedo, siempre mienten”. Hay hogares que son centros de prevención, circuitos cerrados de información donde los hijos se quedan sin el lenguaje de la calle, sin entender la complejidad de lo que supone estar vivo.

El gran teólogo judío Martin Buber decía que la vida es encuentro. No se puede decir tanto de forma tan breve. Los unos y los otros estamos ligados. Por eso nos gusta la sobremesa, no nos basta la comida, es el alimento de la conversación lo que nos estimula seguir vivos, mucho más que las proteínas. La historia del hijo pródigo se puede resumir así: los encuentros que llegaría a tener aquel chaval en su vida, no vencieron en calidad al encuentro primero, el filial.

No quiero destripar la que a mi parecer es la mejor película del año, As Bestas, de Rodrigo Sorogoyen. Allí se cuentan muchas cosas, y cosas importantes. Una de las líneas de guión es la relación de una hija con su madre cuando el padre ya no está. La hija piensa que su madre ha sido una desgraciada, que siempre ha seguido las indicaciones de un marido de pensamiento férreo e inflexible. Gracias a unos vídeos que el matrimonio grababa mientras estaban juntos, la hija va descubriendo lo mucho que se respetaban, lo mucho que se querían. Una hija que descubre el amor de sus padres tiene garantizado una vida más serena, menos torpe, menos coja.

Que no fue el hambre lo que le hizo volver al hijo pródigo, que fue el regalo de la libertad del Padre, su personalidad. Un padre que da a espuertas, que no pide explicaciones y se fía de cuanto ha depositado en el corazón del hijo, no tiene rival en este mundo