Entre quienes oyen al Señor en Nazaret, algunos no acogen su Palabra ni a Él, porque ya “se conocen” a Cristo ¡Es de su pueblo! Y “ningún profeta es aceptado en su pueblo”. Algo que tiene consecuencias importantes. No podrán ser curados como Naamán el sirio, ni alimentados como la viuda de Sarepta. En este tiempo especial de gracia que es la cuaresma, debemos vigilar para que no nos suceda como a aquellos habitantes de Nazaret. Nosotros podemos – y en ocasiones lo hacemos – no dar a cabida en nuestro corazón a la palabra con que cada día se dirige a nosotros en la liturgia de estos días, en los acontecimientos de cada jornada… Tenemos que hacer examen y darle a Cristo el derecho a que nos muestre la verdad de cuanto hay en nuestra vida, bueno y malo, y así, podamos confesarlo y Él pueda perdonarnos, sanarnos de nuestras lepras como a Naamán curarnos.

Hay dos disposiciones del corazón que son previas, fundamentales, para acoger con plenitud el perdón de Dios: la sinceridad y la humildad. El hombre es sincero cuando se reconoce como realmente es, sin tapujos, sin ambigüedades, con realismo. Esto nos lleva a darnos cuenta de nuestra fragilidad. La reconciliación con Dios no consiste tanto en la materialidad de decirle al Señor cómo somos, puesto que Él ya nos conoce, sino más bien en reconocer que somos así: pecadores. Es bueno tener en cuenta que, en muchas ocasiones, tratamos de engañarnos a nosotros mismos y, al ver algo que no hemos hecho bien, tendemos a disculparnos. Es preciso, por tanto, huir de esas actitudes que, a fin de cuentas, son muestra de soberbia. No hay que tenerle miedo a nuestra condición que, habitualmente, deja mucho que desear, por eso acudimos al Dios de la misericordia y le pedimos ayuda para cambiar y ser como Él quiere que seamos. Sinceridad es saber escuchar a Dios. Si descubrimos la verdad sobre nosotros mismos, la verdad de tantas faltas de amor nos hará caer en la cuenta de que, delante de Dios somos nada. Sin embargo, la humildad no es andar con la cabeza baja, y dándose golpes de pecho, no es ser unos apocados, sino una actitud más del corazón. Es la otra cara de la sinceridad: si somos sinceros seremos humildes, porque reconoceremos cómo somos. Reconocernos como somos es descubrir la verdad sobre nosotros mismos y, a partir de ahí, ponerse en disposición de mejorar: reconocer los propios pecados, las propias faltas, es ya ponerse en camino del perdón. La humildad nos hace descubrir que por nosotros mismos poca cosa podemos, pero con la ayuda de Dios todo es posible.

Una tradición muy antigua narra la aparición del Señor a San Jerónimo. Jesús le dijo: Jerónimo ¿qué me vas a dar? a lo que el Santo respondió: Te daré mis escritos. Y Cristo replicó que no era suficiente. ¿Qué te entregaré entonces? ¿mi vida de mortificación y de penitencia? La respuesta fue: Tampoco me basta ¿Qué me queda por dar? preguntó Jerónimo. Y Cristo le contestó: Puedes darme tus pecados, Jerónimo (Cfr. F. J. SHEEN, Desde la Cruz, p. 16)

Pidamos a Nuestra Madre de Misericordia que nos ayude a “acerquémonos confiadamente al trono de la gracia, a fin de que alcancemos misericordia y encontremos la gracia que nos ayude en el momento oportuno” (Hb 4,16).