La unidad entre los cristianos es siempre campo de conversión porque “todo reino dividido contra sí mismo va a la ruina y cae casa sobre casa”. Y una unidad que será entorno a Cristo, porque “El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama”. Hemos de estar vigilantes porque con facilidad y sutileza el enemigo va sembrando pequeños enfados, juicios críticos, pequeñas incomprensiones… que por ser pequeñas podemos no darle importancia, pero si no reparamos termina “subiendo” el tono con la discordia, la murmuración o la crítica. Todo esto acaba por separarnos de Cristo y entre nosotros. Es parte de la conversión a la que somos llamados en esta cuaresma.

El Cardenal Robert Sarah advierte con claridad cómo el enemigo está empeñado en sembrar discordia. “La señal de Satanás es la división. Hoy existen graves conflictos en el seno del clero. El demonio se frota las manos. Le entusiasma dividir a la Iglesia. Lo que el príncipe de las tinieblas desea por encima de todo es crear oposición entre nosotros. Nos arrastra al odio, a las invectivas, a la manipulación y al cálculo maquiavélico. ¿Hay que renunciar a denunciar el error? ¡Por supuesto que no! Pero debemos denunciarlo con un espíritu católico, es decir, sobrenatural y bienintencionado. La paz y la alegría son las señales de Dios; el miedo y la tristeza, los atributos del infierno” (“Se hace tarde y anochece”).

San Juan Pablo II en la Carta Novo Milenio número 43 nos dejó algunos criterios que nos pueden ayudar. Es necesario promover una espiritualidad de la comunión, que significa ante todo una mirada del corazón sobre todo hacia el misterio de la Trinidad que habita en nosotros, y cuya luz ha de ser reconocida también en el rostro de los hermanos que están a nuestro lado. Supone también sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como ‘uno que me pertenece’, para saber compartir sus alegrías y sus sufrimientos, para intuir sus deseos y atender a sus necesidades, para ofrecerle una verdadera y profunda amistad. Requiere igualmente de ver ante todo lo que hay de positivo en el otro, para acogerlo y valorarlo como regalo de Dios: un ‘don para mí’, además de ser un don para el hermano que lo ha recibido directamente. “En fin, espiritualidad de la comunión es saber ‘dar espacio’ al hermano, llevando mutuamente la carga de los otros (cf. Ga 6,2) y rechazando las tentaciones egoístas que continuamente nos asechan y engendran competitividad, ganas de hacer carrera, desconfianza y envidias”.

Vivir juntos momentos de amistad y alegría nos ayuda a resistir los gérmenes de división, que constantemente hemos de combatir. En este sentido, la fraternidad es una anticipación del cielo (cf. Benedicto XVI, Viaje al Líbano, 15-IX-2013).

María, Madre de la Iglesia, es como ese faro que nos conduce siempre a estar con su Hijo y recoger con Él. Pidámosla que nos ayude a que no triunfe la división entre nosotros.