En la parábola del Evangelio de hoy Jesús nos presenta dos actitudes bien distintas. Un fariseo que se tiene por justo y mejor que el publicano, que “no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: “¡Oh, Dios!, ten compasión de este pecador”. Corremos el riesgo de identificarnos precipitadamente con el publicano, pero si hacemos un examen de conciencia sincero descubriremos que en ocasiones también nos justificamos al compararnos con otros que nos pueden parecer peores que nosotros. Otras veces podemos justificarnos diciendo que nuestros pecados no son gran cosa, podemos poner a la mentira apelativos como “piadosa”, cuando la piedad y la mentira son realidades opuestas, o que no hace daño a nadie, y siempre nos hará daño a nosotros que nos hace mentirosos y menos creíbles.

Es preciso huir de esas actitudes que, a fin de cuentas, son muestra de soberbia. No hay que tenerle miedo a nuestra condición que, habitualmente, deja mucho que desear, por eso acudimos al Dios de la misericordia y le pedimos ayuda para cambiar y ser como Él quiere que seamos. Sinceridad es saber escuchar a Dios. Saldremos verdaderamente justificados si reconocemos delante de Dios nuestro pecado, sin tratar de justificarnos. Ya lo hace Jesús desde la Cruz: Padre, perdónales porque no saben lo que hacen. Sólo si somos sinceros y reconocemos nuestra miseria, Él la superará con su misericordia. Reconocernos como realmente somos, sin tapujos, sin ambigüedades, con realismo. Esto nos lleva a darnos cuenta de nuestra fragilidad. “Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido”.

La conciencia es el sagrario del hombre: allí resuena la voz de Dios que nos lleva no sólo distinguir el bien del mal, sino que nos hace dirigirnos hacia el bien y al mismo tiempo nos indica cuándo nos hemos alejado de los planes de Dios. Por eso es tan importante formar la conciencia, para que no se adormezca, ni se corrompa hasta confundir lo bueno y lo malo. Para que la conversión sea verdadera, uno ha de darse cuente de qué es lo que lo aleja de Dios. En esto consiste el examen de conciencia: introducirse en ese «santuario interior» para ver la bondad o malicia de nuestras acciones. Después de pedirle ayuda, para ver claro, vamos pensando cuáles han sido los pecados concretos. Es muy bueno no quedarse en la materialidad de las faltas, sino profundizar un poco más, viendo las actitudes que nos han alejado del Señor, es decir, preguntándonos el porqué, cuáles son las raíces de esos actos. No es introspección psicológica, sino un conocimiento real de cuál es mi situación de cara a Dios: las exigencias de su amor, y las faltas de correspondencia por mi parte.

El sacramento de la reconciliación es momento privilegiado para todo esto. La reconciliación abre al hombre, de nuevo, a la dinámica del Amor, con su Padre Dios, con sus hermanos los hombres, consigo mismo, con la misma creación. Por ello, vivir bien este sacramento nos conduce a la alegría profunda, a la paz verdadera de quien «estaba muerto y ha resucitado, perdido y ha sido hallado».

Pidamos a Nuestra Madre, refugio de los pecadores la sinceridad y valentía para presentar a su Hijo nuestro pecado y dejar que Él nos justifique.