Culmina hoy el ciclo de tres domingos que toman episodios del evangelio de San Juan donde se relatan alegorías que describen a Cristo: fuente de agua viva (Samaritana), luz del mundo (curación del ciego de nacimiento), resurrección y vida (Lázaro). Corresponden estos tres domingos del ciclo A con los escrutinios preparatorios de los catecúmenos que van a recibir los sacramentos de la Iniciación cristiana en la Vigilia Pascual.

Hemos visto a lo largo de los comentarios de estos días cómo el agua y la vida son imágenes que nos ayudan a comprender a Dios a través del lenguaje simbólico. El viernes nos acercamos también a una perspectiva más teológica, más intelectual, con la descripción de las misiones divinas. Ambos elementos, lo simbólico y lo racional, están siempre presentes en la Escritura, pues forma parte de nuestro modo de ser, de estar en el mundo y de interactuar con él. Y como Dios también es persona, no un mero ente intelectual o un mero símbolo, se manifiesta humanamente a través de estos cauces simbólicos y racionales.

Hoy, lo simbólico lo encontramos en Cristo que se describe a sí mismo como vida; y el racional en la afirmación sobre resurrección de los muertos, la resurrección de la carne. Dos modos complementarios de comprender la potencia del amor de Cristo, que desea para nosotros una gloria propia de Dios que ha compartido con nosotros: una vida resucitada, eterna, dichosa, luminosa.

Todas las lecturas de hoy aluden a cómo esa vida resucitada sólo puede darse por una acción divina propia del Espíritu Santo. Así sucedió en la resurrección del sepulcro, y así sucede en el caso de Lázaro, de la hija de Jairo, del hijo de la viuda de Naín… El Espíritu Santo, que es el Espíritu de Cristo, realiza ese portento misterioso de la resurrección de la carne. He aquí un milagro propio y exclusivo de quien es autor de la vida.

En mi parroquia tenemos columbarios. Cada persona que viene a verlos, se lleva entre pecho y espalda una catequesis que hemos elaborado para manifestar la belleza de la fe católica sobre la resurrección, el juicio final, la comunión de los santos y la oración por los difuntos. Acudimos a un lenguaje simbólico unido al doctrinal, que es el mejor modo de hacer catequesis. Así lo hizo Jesús, y es bueno imitarle. La verdad es que dicha catequesis se convierte en un auténtico modo de evangelización porque suscita afectos que mucha gente tenía enterrados o que no habían percibido nunca: cómo enfrentar el momento de la muerte, qué sentido se le quiere dar, qué hay después de ese momento. El impacto que genera aflora por parte de muchos una adhesión firme a Cristo como el único capaz de darnos vida de nuevo. Y vida eterna. Por eso nos enterramos junto a Él.

A la hora de exponer la resurrección de la carne en el día glorioso del juicio final, la pregunta habitual es «¿cómo lo va a hacer». Mi respuesta es contundente, inequívoca y totalmente esclarecedora: «No tengo ni idea. Eso, pregúntaselo a Él».

Tampoco entiendo cómo se pudo encarnar, ni cómo pudo parar un lago enfurecido, ni crear el universo, ni resucitar a Lázaro (quien después volvió a morir, con el lío de preguntas que suscita eso…). En realidad, no tengo ni idea de cómo Dios hace las cosas que promete. Sólo sé que lo que promete lo hace. Y eso para mí es lo importante. Si vamos de sabelotodos, me temo que poco podremos sacar. El truco está claro: preguntar con humildad y pegarnos a quien es la Resurrección y la Vida. Sabemos el «qué». Sólo Él sabe el «cómo».