Hoy en nuestra lectura continua de los Hechos, tenemos nada menos que la conversión de san Pablo. Un fariseo, que perseguía a esa nueva secta de los seguidores de Jesús de Nazaret, un crucificado, un maldito, aunque decían -cosa impensable- que había resucitado. Y, sin embargo, ese Resucitado se le hace presente por el camino. Y él es dócil, cree. Cuántas consecuencias para la Iglesia naciente y la de todos los tiempos tendrá ese acontecimiento.

Acabo de volver de Roma, e impresiona el gran flujo de peregrinos, y todo lo que ha surgido alrededor de donde este san Pablo y, sobre todo, san Pedro, fueron martirizados, dieron su vida por Cristo. Hombres de carne y hueso, con sus virtudes y defectos, pero que se llenaron de la fuerza y el Espíritu de Dios.

Las escamas en los ojos que le salen a Saulo y que se le caen después significan que la conversión (y el bautismo) es pasar de no ver a ver, es decir a una nueva visión de la realidad en la que por fin vemos -aunque, como diría el mismo san Pablo, como en un espejo- lo que es verdaderamente real. Podemos juzgar nuestra vida, los acontecimientos, la historia a la luz de la fe, a la luz de Cristo. Hoy somos re-invitados a esa conversión y esa nueva visión.