Un grupo de ancianos, escribas y los sumos sacerdotes se acercan a Cristo para preguntar con qué autoridad hace todo esto (se refieren a la expulsión de los mercaderes del Templo, que leímos ayer). No hacen esta pregunta con el fin de conocer su autoridad y reconocerla, sometiendo su inteligencia a la enseñanza de Jesús. Y el Señor, que conoce la verdad de cuanto hay en el corazón de esos hombres, no les responde directamente. Sabe que es una pérdida de tiempo. Sabe que no aceptarán su enseñanza, porque en el fondo quieren ponerle en un aprieto. La rectitud de intención es una condición necesaria para reconocer la verdad y adecuarse a ella. En parte a estos hombres les falta rectitud porque no están dispuestos a reconocer la autoridad de Cristo y, menos aún, acomodar su vida a las enseñanzas de Jesús.

En la vida de cada uno de nosotros se puede repetir la situación. Creo que todos podemos reconocer cómo en algún momento nos falta esa rectitud para reconocer y aceptar lo que el Señor nos pide, porque no estamos dispuestos a vivir así. A cada quien, de modo distinto, en cosas diferentes. Quizá alguna vez no estábamos dispuestos a perdonar a alguien una ofensa que nos parece particularmente grave y, por eso mismo, no queremos ni oír hablar del perdón, o nos inventamos mil excusas y justificaciones para no perdonar, que son unas razonadas sinrazones, incluso nos sentimos incapaces de rezar el Padre nuestro para no repetir: “perdona nuestras culpas como nosotros perdonamos a nuestros deudores”. Es preciso crecer en humildad, en primer lugar para reconocer nuestra limitación y así pueda curarnos el Señor. Sólo después, estaremos dispuestos.

Si queremos que el Señor nos manifieste su voluntad sobre cada uno, debemos estar dispuestos a dejarnos transformar por su Palabra, a no defendernos de su enseñanza y su acción en el alma de cada uno. Hemos de reconocer que Él sabe más, fiarnos más de él que del espíritu propio. Querer sinceramente, con rectitud, conocer esa verdad y dejar que oriente nuestra conducta.

Le pedimos a María, la Esclava del Señor un corazón recto, que acepte con docilidad la Palabra de su Hijo, porque de verdad queremos escuchar de Él todas las respuestas.