“El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres, lo matarán”. Ante el anuncio que les hace el Señor de la pasión que habrá de padecer, los apóstoles “se pusieron muy tristes”. No es la primera vez que les hace este anuncio. Quiere prepararlos para superar el “escándalo de la cruz”. Por esto les añade: “pero resucitará al tercer día”. La última palabra no la tiene el mal, el sufrimiento ¡la tiene Dios! Algo que frecuencia olvidamos. La Cruz es un misterio que no nos cabe en la cabeza. “Escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios.” (1 Cor 1, 23–24). El Señor no nos dice que no habrá problemas y dificultades en nuestra vida, pero si nos dice que pasarán, que no tienen la última palabra. La muerte de Cristo en la Cruz no terminó en su muerte, sino en la resurrección y glorificación de su humanidad.

Ciertamente, “debemos hacer todo lo posible para superar el sufrimiento, pero extirparlo del mundo por completo no está en nuestras manos, simplemente porque no podemos desprendernos de nuestra limitación, y porque ninguno de nosotros es capaz de eliminar el poder del mal, de la culpa, que –lo vemos– es una fuente continua de sufrimiento. Esto sólo podría hacerlo Dios: y sólo un Dios que, haciéndose hombre, entrase personalmente en la historia y sufriese en ella (…) Cuando los hombres, intentando evitar toda dolencia, tratan de alejarse de todo lo que podría significar aflicción, cuando quieren ahorrarse la fatiga y el dolor de la verdad, del amor y del bien, caen en una vida vacía en la que quizás ya no existe el dolor, pero en la que la oscura sensación de la falta de sentido y de la soledad es mucho mayor aún. Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito” (Benedicto XV, Encíclica, “Spes salvi” 36-37).

Unidos a la muerte y resurrección de Jesús permite convertir el dolor en sufrimiento fecundo; hacer, de un mal, un bien y despoja al diablo del arma de la tristeza. Los apóstoles se “pusieron muy tristes”. Una mujer de una pieza, cautivada por la Cruz de Cristo, Santa Teresa Benedicta de la Cruz, nos recordaba cómo “la Cruz no es el fin; la Cruz es la exaltación y mostrará el cielo. La Cruz no sólo es signo, sino también invicta armadura de Cristo: báculo de pastor con el que el divino David se enfrenta al malvado Goliat; báculo con el que Cristo golpea enérgicamente la puerta del cielo y la abre. Cuando se cumplan todas estas cosas, la luz divina se difundirá y colmará a cuantos siguen al Crucificado” (“La Ciencia de la Cruz»”). “Los ojos de los que creen en Cristo vislumbran incluso en la noche más oscura una luz, y ven ya la claridad de un nuevo día» (Benedicto XVI, Discurso, 24-9-2011).

Hacemos nuestra la oración del Papa Francisco en su primera Misa como Sumo Pontífice en la Capilla Sixtina donde fue elegido: “Que el Espíritu Santo, por la plegaria de la Virgen, nuestra Madre, nos conceda a todos nosotros esta gracia: caminar, edificar, confesar a Jesucristo crucificado. Que así sea”.