“No impidáis a los niños acercarse a mí; de los que son como ellos es el reino de los cielos”. Estas palabras de Cristo, como toda la Palabra de Dios, es para cada uno y para hoy. Si leemos y meditamos así la Sagrada Escritura, nos permitirá descubrirnos protagonistas y oyentes en primera línea. Por tanto, Jesús se dirige a cada uno para decirme a mí, tras pronunciar mi nombre, “no impidas” a los niños que se acerque a mí. Necesitamos dar a Cristo el derecho a que nos hable y lo haga así, directamente, con la confianza de los amigos. Entonces descubriré que, con mi conducta, con mi conversación, en una palabra, con mi falta de ejemplo, puedo impedir que los niños, los sencillos, los pequeños, los que aún no conocen a Cristo o no le conocen bien, les puedo estar impidiendo acercarse a Jesús. Y Él me dice que de esos “niños” es el Reino de los cielos y yo no puedo ser un obstáculo.
El mundo necesita del ejemplo de los discípulos de Jesús, el tuyo y el mío, para que quienes viven en nuestro entorno pueda conocer a Jesús. Como nos decía San Pablo VI: “El hombre contemporáneo escucha más a gusto a los testigos que a los maestros, o, si escucha a los maestros, lo hace porque son testigos” (Evangelii nuntiandi, n. 41). Ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su enseñanza, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura. Así, lejos de impedir que se acerque otros a Cristo, estamos colaborando con Él para que se le acerquen y no se queden en nosotros. “Nos convertimos en testigos cuando, por nuestras acciones, palabras y modo de ser, aparece Otro y se comunica. Se puede decir que el testimonio es el medio como la verdad del amor de Dios llega al hombre en la historia, invitándolo a acoger libremente esta novedad radical” (Benedicto XVI, Exhortación Apostólica “Sacramentum caritatis” 85).
Los cristianos estamos llamados a mostrar, antes que un conjunto de verdades, a una Persona al Señor, que es el lote de mi heredad, quien me enseña el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha, como recitamos en el Salmo responsorial. Hay cosas que solo se aprenden asimilándolas; y se asimilan viviendo con las personas que las poseen, con su ejemplo. Y, una vez asimiladas, no puedes explicarlas del todo, pero sí puedes vivirlas y transmitirlas a quienes viven contigo. Si hacemos memoria caeremos en la cuenta de cómo han influido en nuestra conversión, y en las sucesivas, el ejemplo edificante de amigos o personas que la Providencia ha puesto, y pone, en nuestro camino.
María, Madre nuestra, que nuestro ejemplo acerque y no aleje de Cristo. Que sepamos agradecer a cuantos han contribuido a que podamos conocer cada día mejor a tu Hijo.
Como siempre, GRACIAS, PADRE.
Si decimos que Dios es padre, ¿por qué utilizamos fórmulas raras? “padre querido de misericordia infinita, acrecienta en mí los dones de tu amor”
En una ocasión le preguntaron a Jesús: “¿Quién es el más importante en el Reino de los Cielos?” Él llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y dijo: “Os aseguro que si no cambiáis y os hacéis como los niños, no entraréis en el Reino de los Cielos.
El que se haga pequeño como este niño, ese es el mayor en el Reino de los Cielos. El que acoge a un niño pequeño como éste, a mí me acoge.”
Hacerse como un niño es vivir desde la confianza, la naturalidad. El niño busca la seguridad de sus padres, quiere participar de su amor. Junto a su padre y madre está confiado, seguro, alegre.
Si necesita algo lo pide con naturalidad, sin necesidad de tramitar solicitudes o esperar plazos. El niño confía, se salta protocolos, sabe que su padre y madre le atienden siempre.
Reza el Santo Rosario cada día. Tu hermano en la fe: José Manuel.
De un niño creo que destaca la humildad. No creerse superior, vivir pendiente del apoyo de sus padres.
La tengo por la primera virtud que Jesús nos enseñó; desde su humilde nacimiento hasta su humillación en la Pasión y Muerte. Pendiente siempre de su Padre.
Nosotros también podemos asumir nuestra humildad (pobreza de espíritu) y vivir pendientes de Dios, siguiendo la doctrina de Jesús.